El sábado 1° de octubre en la tarde corrió como pólvora en los medios y redes sociales de Venezuela una noticia que alegró solo a unos pocos en Miraflores: el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, liberó a los dos “narcosobrinos” de la primera combatiente, Cilia Flores, que habían sido sentenciados a 18 años de cárcel por tratar de ingresar 800 kilos de cocaína en esa nación norteamericana. A cambio Nicolás Maduro, identificado en el reciente informe de la misión de la ONU como la cabeza de una cadena de mando que ordena cometer crímenes de lesa humanidad en contra de opositores, pondría en libertad a siete ciudadanos norteamericanos que mantenía como rehenes en el país hasta que llegara el momento indicado: dos detenidos en una operación militar que supuestamente fue infiltrada por Diosdado Cabello y cinco exgerentes de Citgo, que son venezolano-estadounidenses. El canje se realizó en la isla caribeña de San Vicente y las Granadinas.
Hasta el año 2015 la política oficial del gobierno de Estados Unidos para responder al secuestro de estadounidenses en el extranjero con fines políticos había sido negarse a negociar.
La política de no concesiones se remonta a 1973, cuando ocho miembros del grupo terrorista palestino Septiembre Negro asaltaron la embajada saudí en Jartum (Sudán) y tomaron como rehenes a varios diplomáticos extranjeros, entre los que se encontraban dos estadounidenses. Cuando los periodistas preguntaron al presidente Richard Nixon sobre esta situación, dijo: “No pagaremos el chantaje”. En pocas horas, los dos diplomáticos estadounidenses, junto con un colega belga, fueron puestos contra la pared de un sótano y fusilados.
La política de no concesiones se endureció a medida que el grupo terrorista Al Qaeda utilizaba el secuestro de estadounidenses y europeos como forma de obtener publicidad y fondos. Además, en 2001, la Patriot Act de Estados Unidos (Ley Patriótica), prohibió negociar con grupos designados por la administración estadounidense como “organizaciones terroristas extranjeras”, incluidos los pagos de rescate hechos por particulares, empresas y familias.
La política de rehenes de 2015 de Barack Obama mantuvo el marco de no concesiones, pero creó un sistema interinstitucional más sólido para apoyar a las familias de los secuestrados y coordinar la respuesta del gobierno que, ahora, podía “comunicarse” con los secuestradores, aunque no pudiera negociar.
El presidente Donald Trump adoptó un enfoque muy diferente sobre el tema. Mantuvo la política de Obama de apoyar a las familias, ampliando los límites de la política de no concesiones mantenida por los presidentes republicanos y demócratas desde Richard Nixon (1969-1974).
El estilo de Trump ―El arte de la negociación― para resolver los casos de rehenes fue más personal y flexible, en contraposición al de Obama, quien se centraba en los retos estratégicos en torno a la toma de rehenes y tendía a evitar el interés o intervención personal. Esto debido a que, según la teoría, si un presidente muestra un interés personal en traer de vuelta a casa a un rehén, aumentaría el valor de los secuestrados estadounidenses y se incrementaría el número de este tipo de delito.
Trump, por el contrario, se esforzó por destacar su compromiso personal con la recuperación de los secuestrados: por un lado, mostraba su habilidad como negociador y, por el otro, obtenía el beneficio político de traer de vuelta a los estadounidenses retenidos en otros países.
Biden estableció en la Orden Ejecutiva de julio de 2022 que “la toma de rehenes y la detención ilegal de nacionales de Estados Unidos en el extranjero constituyen una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional, la política exterior y la economía de Estados Unidos”. Asimismo, declaró una emergencia nacional para hacer frente a esta amenaza.
La nueva política del mandatario demócrata especifica que el Grupo de Respuesta para Rehenes (HRG, su sigla en inglés) debe identificar y recomendar opciones y estrategias al presidente, a través de su asistente para Asuntos de Seguridad Nacional ―en el caso de Latinoamérica es Juan González― con el fin de asegurar la recuperación de secuestrados o el retorno de ciudadanos de Estados Unidos detenidos por error.
Esta es la clave de lo que ocurrió el sábado pasado. Para González la liberación de los rehenes de Maduro por los narcosobrinos de Cilia Flores forma parte de un esfuerzo más amplio de la Casa Blanca para asegurar un acuerdo en México que permita una elección presidencial libre, justa y competitiva en Venezuela. Dentro de este acuerdo estaría incluido el regreso de Chevron al país para producir y exportar el petróleo venezolano.
Lo que sí dejó en claro la negociación que hizo Biden con el cabecilla de la organización criminal que pretende mantenerse en el poder a costa de lo que sea es que el regreso de la democracia al país depende de los propios venezolanos. La creencia de que los valores de la democracia, la libertad, el Estado de Derecho determinarían la lucha a nivel mundial de Estados Unidos como lo hizo durante los 40 años de la Guerra Fría es falsa.
Maduro, además, sabe que no tiene futuro fuera de Miraflores. Haber logrado la liberación de los sobrinos de la primera combatiente lo consolida en el poder. Irá a México ―la solución de González a la crisis de Venezuela― porque necesita a Chevron para incrementar la producción petrolera y los ingresos de divisas a las arcas de la nación. Así como habrá una elección que no será libre, ni justa, ni competitiva. Un solo ejemplo, hoy más de 20% del padrón electoral está en el exterior y no podrá votar porque representan un riesgo para la continuidad de Superbigote.
Ante esta realidad, hay que replantearse la estrategia para que el pueblo venezolano deje de ser rehén de Maduro: la lucha social, la solidaridad internacional para que se abra el juicio por crímenes de lesa humanidad en La Haya, una alianza con todas las fuerzas que están contra el sucesor de Chávez, entre otras. Hay que saber que la solución González nos conduce al síndrome de Estocolmo, a legitimar al cabecilla de la banda criminal. De lo contrario, habrá Maduro pa’ rato.
En conclusión, el canje de los narcosobrinos plantea una nueva estrategia para lograr la libertad de Venezuela, una diferente a la que por ahora involucra a Estados Unidos y a los que creen en la defensa de los valores occidentales comprometidos, tal como sucede con Ucrania ante la agresión de Vladimir Putin.