Salud para la población migrante: los esfuerzos para que no sea cuestión de suerte

◉ Acompañamos una de las brigadas de salud de la organización Mercy Corps en Antioquia

EL VENEZOLANO COLOMBIA | EL ESPECTADOR

Zulmary se mostraba precavida, alerta y silenciosa. La vida en la calle la volvió reservada y prudente: una mujer de muchos pensamientos y pocas palabras. “Tengo 31 años”, dijo con un tono de pocas ganas de hablar.

Sus ojos canela inspeccionaban con sigilo cada centímetro de la zona. Por primera vez en varios días no había peligro. Una vez entró en confianza, los labios le dieron permiso de decir todo lo que no había podido contar en tres años.

En el calor de Apartadó, el primer municipio de Urabá en concentración de población migrante, Zulmary recordó la historia de cómo en cinco años pasó de ser una cocinera feliz en Barquisimeto y se convirtió en una madre de cinco niñas que deambula por las calles de Urabá, la región de Antioquia que más de 250.000 migrantes utilizaron como puerta de entrada a Centroamérica en 2022.

En medio del calor de Urabá, rememorar o pensar en las aspiraciones del futuro parece todo un desafío cuando las necesidades más fundamentales no son satisfechas, como la comida o el agua. Desde hace más de 15 días duerme en un pequeño socavón cerca de la Alcaldía de Apartadó, un edificio grisáceo que reúne todo el poder y la toma de decisiones en el municipio.

“Tengo cinco hijas”, dicen los labios; “a una me la atropelló un taxi, la otra es discapacitada”, cuenta. Antes de terminar la lista la garganta empieza a sabotear el mensaje que quiere transmitir. Una voz ronca, quebrada, aparece para explicar que otra de sus hijas tiene una enfermedad parasitaria de tanto recorrer las calles. Y la cuarta tiene indicios de disentería por comer solo harinas desde que es solo una bebé, lo que genera que casi todo alimento que consuma le cause dolores intestinales.

Mientras Zulmary habla suave agita un pequeño paquete en su mano. Una bolsita plástica que sus nudillos resguardan como si fuera un tesoro. No es comida: a la hora del almuerzo el grupo de venezolanos que duermen en el barrio Vélez lograron reunir unas cuantas papas, arroz, “lentejitas” y huevo para comer, una maratón diaria que deben hacer para alimentar no solo a las cinco hijas de Zulmary, sino a los otros siete adultos, los “buenos cristianos” que acampan en esa esquina. En la bolsa está la medicina que Mercy Corps, una de las ONG de ayuda humanitaria que hay en Apartadó, logró darle a Zulmary.

“Las recetas y las prescripciones no curan”, recuerda Zulmary, cada vez más aliviada de poder profanar ese cuarto oscuro de memorias tristes que tiene adentro. “Cuando me atropellaron a mi niña, el taxista que le pegó no la quiso auxiliar. Y luego en el hospital solo me dieron unas fórmulas”.

Sin embargo, agrega que ese día estuvo “de suerte”, pues al no tener pasaporte, o Permiso Especial de Permanencia (PEP), no puede ser afiliada a ningún sistema de salud, ya sea público o privado, que haga seguimiento o trate siquiera alguna cuestión médica. La única opción posible es pagar una consulta y atención particular, algo casi imposible para alguien sin una fuente de ingresos: sin dicho documento, además, los empleadores son reticentes a dar trabajo. Se le viene un ejemplo a la cabeza: “Mi esposo, Jefferson Alejandro, se fue a las bananeras (en Carepa) y le dijeron que solo contratan a colombianos, que nada de venezolanos”.

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