EL VENEZOLANO COLOMBIA
Después de vivir más de 23 años en Venezuela, regresé a mi Colombia natal. Soy una retornada que está empezando de cero en su propio país. Abandonar Venezuela no fue fácil, la calidez de su gente, paisajes, playas y prosperidad me encantaron.
Nací y crecí en Bucaramanga, ciudad del nororiente colombiano. A los 15 años me mudé a Cúcuta, y siendo una joven de apenas 18 años, me casé con un venezolano residenciado en esta ciudad. Como muchos colombianos, animados por vivir en la Venezuela de las posibilidades, armé mis maletas y migré junto a mi esposo.
Se oían buenos comentarios sobre la vida próspera en Venezuela, y como la familia de mi esposo tenía varios negocios, decidimos irnos. Al tiempo de llegar, logramos abrir dos almacenes en Caracas: uno de ropa en la Avenida Baralt y otro de repuestos de vehículos en Quinta Crespo.
A Venezuela la considero mi segunda patria: ahí nacieron mis hijos Marlon y Luis Alfonzo; logré tener casa propia y estrenar varios carros. En ese país llevé una vida cómoda: hacía fiestas familiares con frecuencia, reuniones con mis paisanos y viajaba a la playa. Fui una colombiana feliz en Venezuela.
Toda esta felicidad cambió desde 2013. A partir de ese año mi vida se fue deteriorando, llenando de complicaciones y experiencias desagradables. Una de ellas la viví con mi hijo Marlon que, con apenas 14 años, presenció una escena de terror en su colegio: un compañero hirió a otro con un arma de fuego en pleno salón de clases. Fue terrible.
Además de la inseguridad, empecé a sentir cierta hostilidad hacia los colombianos. En diciembre de 2014, recuerdo cuando fui a la Plaza Miranda del centro de Caracas porque estaban supuestamente tramitando cédulas de identidad venezolana para colombianos y resultó ser una emboscada del gobierno: ese día deportaron a paisanos vecinos.
Cuando en 2015 empezó la disputa política entre el gobierno de Juan Manuel Santos y Nicolás Maduro, la hostilidad contra los colombianos aumentó. Cuando iba a comprar gas o algún almacén y escuchaban mí acento, sentía rechazo de algunos ciudadanos afectos al gobierno de Maduro. También empezó el bullying en contra de mis hijos por su nacionalidad. Jamás había vivido algo así en Venezuela. La inseguridad, la difícil situación económica, el deterioro de la calidad de vida y la hostilidad de las autoridades venezolanas hacia los colombianos, motivaron mi decisión de abandonar Venezuela. Con miedo, un día le dije a mi esposo: “Tenemos que irnos de aquí».
Decidida y preocupada, en junio de 2015 desmantelé mi casa de tantos años y mis dos negocios. Me tocó vender además los carros y parte de la mercancía de los almacenes: perdí años de trabajo y la inversión de toda una vida.
Lo recuerdo muy claro: fue el 17 de agosto de 2015 cuando me monté en el carro de mi esposo, y, junto a mis hijos, salimos desde El Junquito hacia Cúcuta, solo con las maletas necesarias. Lloré por todo el camino. Sentía dolor, dolor inmenso y mucha tristeza. Venezuela, ¿qué pasó?!
Perder todo y llegar a Cúcuta sin nada y con más de 55 años de edad, fue muy duro. Para sobrevivir, en las primeras semanas de haber llegado, vendí hallacas venezolanas y pasteles en las calles.
A los seis días de mi regreso a Colombia, se presentó una crisis humanitaria porque Nicolás Maduro deportó a centenares de colombianos. Las imágenes que veíamos en la televisión de la frontera con Ureña eran terribles: niños y ancianos atravesando el río con apenas su ropa.
Después de ver a tantos paisanos sufrir, nació en mí el interés sincero de ayudar a tanta gente que veía damnificada en Cúcuta y que de alguna manera habían pasado lo mismo que yo: abandonar toda una vida de trabajo y empezar de cero. Le desorientación es fuerte.
A los días de esa crisis, la Fundación Progresar, una organización que atiende a víctimas del conflicto armado de Cúcuta, me cedió un espacio para recibir a los deportados y poder asesorarlos y orientarlos. Fueron días difíciles, de mucho dolor compartido, desconcierto e impotencia. Ayudé a más de 70 paisanos.
Después de la experiencia que viví por dejar Venezuela y de ver a tantos compatriotas sufrir, creé la fundación Nueva Ilusión que atiende y ayuda a retornados y migrantes venezolanos.
En 2016 entregamos un proyecto productivo a la Cruz Roja de Cúcuta, que estaba ayudando a los retornados, y nos aprobaron 2 millones de pesos para el negocio.
En la fundación asesoramos, damos comida, explicamos qué deben hacer, dónde buscar empleo, ayudamos desde el punto de vista psi- cológico, los escuchamos y les damos ánimo porque vienen abatidos. La Fundación se mantiene básicamente gracias a los aportes de voluntarios y de la World Central Kitchen, organización de Master Chef ubicada en Estados Unidos. Allí atendemos diariamente a más
de 400 migrantes, entre venezolanos y colombianos. Ser colombiana retornada ha significado lucha, trabajo duro, constancia. Me ha gustado reencontrarme con mis raíces en Colombia, este es un país hermoso y generoso. Claro, yo no olvido Venezuela. Ese país siempre estará en mi corazón