La idea de que el rezago civilizatorio fue hijo de la oscuridad durante la tiranía gomecista hasta que la muerte del déspota dio paso a la luz de la modernidad del siglo XX, más que un criterio sociológico, es un criterio de interpretación de historia política con el cual se marca el nacimiento de la democracia en la sociedad venezolana.
Mucho de ese umbral en que historia y política se funden tiene el ensayo «La Aventura Venezolana» de Mariano Picón Salas, publicado en 1963, cuando puso negro sobre blanco una de las frases con más retumbante eco de intelectual venezolano alguno: «Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista comienza apenas el siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retardo«. Menuda afirmación.
Nuestros historiadores, por supuesto, han sido sus principales difusores, pero no los únicos, muchos políticos también la han hecho suya, todos en la ocasión de zanjar diferencias entre democracia y tiranía.
Tan intrépida y audaz sentencia del historiador que para hacerse entender corta tan compleja historia con aguda perspicacia, echando al degredo del despotismo todo lo sucedido antes de la muerte de Juan Vicente Gómez el 17 de diciembre de 1935, era en especial el recurso del Mariano Picón Salas, dirigente político y nada menos que Secretario de la Presidencia del gobierno de Rómulo Betancourt, que con su envolvente palabra quebraba lanzas a favor de la esperanza en un sistema democrático que casi tres décadas después cumplía, no sin traumas, su primer periodo constitucional completo ese año 1963.
El fin de los malos sueños
La suelta y culta prosa del autor encontraba la razón de ser de su ingeniosa afirmación en que los venezolanos «Vivimos hasta 1935 como en un Shangri-La de generales y de orondos rentistas que podían ir cada año a lavar o intoxicar sus riñones en las termas y casinos europeos; o por contraste, en una fortaleza de prisioneros y en el descampado del espacio rural –llano, montaña, selva– donde el pueblo hacía las mismas cosas que en 1860; sembraba su enjuto maíz, comía su arepa y su cazabe; perseguía alguna vez al tigre y a la serpiente, o escapaba de las vejaciones del Jefe Civil».
Nadie en su sano juicio refutaría semejante parangón que mostraba las distancias económicas y sociales de aquella Venezuela advirtiendo sobre la frustración, hasta ese momento, del igualitarismo aventado por los prohombres de 1810 y 1811, fortalecido por la guerra de independencia, como base para el surgimiento de la democracia, asimilada en 1936 como libertad de expresión, de organización política y mejoramiento sustancial de las condiciones de vida de la población.
Los signos de modernidad -el nuevo concepto para relevar el progreso del decimonono- que se podían descubrir en aquellos años de la tiranía liberal gomecista, producto de la renta petrolera que había cambiado de rural a urbana buena parte de la fisonomía del país, regando de carreteras el territorio nacional y de no pocas edificaciones públicas, no eran para Picón Salas suficiente prueba de que el país hubiera entrado al siglo XX.
«A pesar de los automóviles, quintas y piscinas, de la plutocracia y de la magnitud que ya adquirían las explotaciones petroleras, la Venezuela en que al fin murió Gómez en 1935, parecía una de las inmóviles provincias suramericanas».
La fecunda imaginación literaria de nuestro mayor ensayista denunciaba que «El gran caimán nos contagió de su sueño. Diríase que en inteligencia, creación e inventiva poco habíamos adelantado en los largos ochenta años que ya nos separaban de la guerra federal«. Era el momento de sacudirnos el peso del oprobio autocrático que determinaba todo en aquella Venezuela envuelta por años en el puño de hierro del dictador.
La rotunda afirmación encontraba fuerza argumental en que «No era sólo la ignorancia y pobreza del pueblo, la vasta necesidad que invocando a Santa Rita o a Santa Bárbara, abogadas de lo imposible, venía de la inmensidad silenciosa, sino también la ignorancia y el abuso de quienes en tres décadas de tiranía se convirtieron en clase dirigente«. El país necesitaba soltarse de aquellas amarras.
Para Mariano Picón Salas, «muchos de los malos sueños y la frustración del país, se fueron a enterrar también aquel día de diciembre de 1935 en que se condujo al cementerio, no lejos de sus vacas y de los árboles y la yerba de sus potreros, a Juan Vicente Gómez«. La tierra estaba abonada para darle paso al cambio político.
El embrión de la democracia
El optimismo que se descubre en la reflexión de Mariano Picón Salas para destacar el cambio que ocurre entonces está en los «desterrados, principalmente los jóvenes que regresan a la muerte del tirano, [quienes] traen de su expedición por el mundo un mensaje de celeridad». Los portadores de aquella energía que acelera la historia son los ya no tan muchachos de la generación del 28.
Los mismos que durante el carnaval de ese año transformaron la coronación de Beatriz en el primer gran acto político urbano que conmovió a buena parte de Venezuela, dejando atrás las viejas montoneras caudillistas.
Los que a decir de Manuel Caballero «inventaron la política» y «la desarrollaron para las generaciones posteriores», con sus manifestaciones callejeras, sus consignas, su no-violencia, la persuasión, la retórica y la palabra que «son lo propio de la política y de la democracia».
Estos jóvenes, nos recuerda Caballero, «van a ser los heraldos de una nueva manera de pensar y de hablar; o sea, de una nueva manera de actuar».
Pero en 1936 regresan curtidos por el destierro, armados de ideologías para enfrentar la doctrina liberal de cartilla de la dictadura.
En los sueños y proyectos de democracia y modernidad con que retornaban esos jóvenes, no por casualidad los mismos que ya adultos gobernaban el país cuando Mariano Picón nos relata «La Aventura Venezolana», residía la principal fuerza para acelerar la historia del país. «Era necesario darle cuerda al reloj detenido; enseñarle a las gentes que con cierta estupefacción se aglomeraron a oírlos en las plazas públicas y en las asambleas de los nacientes partidos, la hora que marcaba la Historia». El reto estaba en la calle y los muchachos del 28 habían recogido el guante.
La manifestación del 14 del febrero de 1936 con sus dos más descollarte líderes, Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, a la cabeza, fue el momento decisivo.
La enorme manifestación popular, nunca antes vista en aquella Caracas que está saliendo su bostezo rural convierte esa fecha en el hito memorable que abrió cauce a la democratización del país, imprimiendo un poderoso vigor político que le dio velocidad al cambio histórico. «Con todos los defectos, abundancia y explicable impaciencia de los recién venidos, se escribe en los periódicos de 1936 el balance patético de nuestras angustias y necesidades. Y tanto se clama, que mucho de lo que se había dicho, pasa a los planes y programas de Gobierno de los Generales López Contreras y Medina Angarita».
Aquellos días se vence el miedo a la represión, pero también a la anarquía y de esa gesta nace el «Programa de Febrero», primer diseño orgánico de la modernidad de Venezuela, la primera gran respuesta a los acuciantes problemas sociales y económicos de entonces ganada por el espíritu democrático que impregnó la nación desde entonces.
En adelante la marcha democrática de la sociedad venezolana, no hablamos de gobiernos democráticos, nunca se ha detenido. El 18 de octubre de 1945 se desencadenan los factores que instalan la Asamblea Nacional Constituyente que culminan en la Constitución Nacional de 1947 dando forma a la instauración del Estado Liberal Democrático con el primer proceso electoral presidencial bajo el sufragio universal, directo y secreto celebrado el 14 de diciembre del mismo año.
Asienta Mariano Picón que la sociedad democrática no la cambia «ni una dictadura ya anacrónica, montada en unos años de boom económico, bien abastecida de policía política y de tanques de guerra como la de Pérez Jiménez, logró cambiar la voluntad democrática y reformadora que ya había arraigado en las gentes».
Esos venezolanos ya están impregnados de democracia y le propinan una derrota al gobierno dictatorial en las elecciones de 1952, «cuando Pérez Jiménez quiere que el pueblo le elija y ha repartido grandes sumas para el fraude y el cohecho, de toda la nación le llegan como bofetadas, las papeletas de repudio».
En el plebiscito de 1957 al dictador solo le queda un nuevo fraude, su último aliento hasta ser derrocado por esa sociedad que restablece el sistema democrático a partir del 23 de enero de 1958.
La deriva autoritaria
La magnitud de la devastación de la economía venezolana, la reaparición de flagelos endémicos decimonónicos, la violación de derechos humanos a gran escala, la descomunal corrupción, la política gansteril desde el poder del Estado, la destrucción de la institucionalidad republicana, entre tantos otros males, han despertado la idea en los venezolanos de que hemos regresado a un pretérito bastante lejano.
Semejante catástrofe ha hecho de Venezuela un patético ejemplo del indetenible corsi e ricorsi del que escribiera Giambattista Vico, refiriéndose a que la historia no avanza de forma lineal, impulsada por el progreso, sino que está hecha de avances y retrocesos.
Si juzgáramos la actual situación de Venezuela con criterios análogos a los empleados por Mariano Picón Salas en «La Aventura Venezolana», la regresión de Venezuela nos situaría en muchos aspectos en el siglo XIX hoy cuando el mundo en general está mordiendo casi el cuarto del siglo XXI.
Pero en apego a la intención esperanzadora del ilustre ensayista, habría que añadir que esta tragedia, destructora de nuestro sistema democrático y del país, paradójicamente, ha fortalecido la convicción democrática de la sociedad venezolana.
Durante los veintidós años de la deriva autoritaria el espíritu democrático de la sociedad se ha fortalecido porque no ha sido un tiempo de pasividad y resignación sino de lucha, con altos y bajos, avances y retrocesos. Han sido años de lucha intensa y sostenida desde un primer momento. El 11 de Abril de 2002 es un hito fundamental de esta resistencia democrática que no ha cesado para impedir el avance de la oscuridad tiránica.
La lucha ha sido en la calle y en las urnas electorales contra la práctica fraudulenta del régimen, los baches abstencionistas alimentados por el gusanillo autoritario han sido arrinconados, la ruta electoral persiste junto a la lucha de calle como la vía para la recuperación del sistema democrático.
Y todo ello es gracias a los ciudadanos, base de la república democrática liberal venezolana que habrá de refundarse por la persistencia de la tradición democrática de nuestra sociedad. «No hay mal que por bien no venga», dice mi santa madre.