
In memoriam de Alberto Cuadro
La muerte, ese misterio que iguala a reyes y mendigos, se hace más pesada cuando ocurre lejos de casa. No es lo mismo morir que morir en el exilio. No es igual cerrar los ojos en paz, que hacerlo en un cuarto prestado de un país que se volvió refugio forzoso para muchos. Y, sin embargo, eso se ha vuelto rutina trágica para muchos venezolanos desperdigados por el mundo. Es una escena que se repite, una postal rota que cada vez duele más. Esta vez le tocó a Alberto.
No fue un titular en los periódicos, ni una estadística más en los informes de Acnur. Fue Alberto, un nombre entre los 7,9 millones de venezolanos que el régimen convirtió en diáspora. Un hombre que, como tantos, cargó consigo la paradoja del exilio: la esperanza de regresar y la certeza de que, quizás, nunca lo haría.
Al señor Alberto Cuadro solo lo vi una vez. Fue un encuentro breve, casi fugaz, pero suficiente para percibir su mirada honesta, su palabra clara, su vocación por el diálogo. Era de esos interlocutores generosos que no buscan imponerse sino comprender. Durante años mantuvimos un intercambio respetuoso sobre Venezuela y su tragedia, ese naufragio colectivo que ha condenado a millones al desarraigo.
Alberto, aun sin alardes, era un hombre profundamente comprometido con la causa de los migrantes, con la justicia, con la verdad. Desde su rincón en Madrid, siempre estuvo atento a lo que pudiera hacer —aunque fuera poco— para aliviar las cargas de quienes llevaban el país a cuestas.
Murió en la capital española, en ese limbo climatológico donde la primavera se disuelve lentamente en el verano. Murió en esta noble nación que nos ha recibido y acogido con cariño; murió lejos del Ávila, de los mangos del patio, del café colado en colador de tela. Murió esperando ver la caída de la tiranía. Y eso duele. Porque morir esperando justicia es morir dos veces.
Porque en el fondo, la gran tragedia de tantos venezolanos en el exilio no es solo haber perdido un país, sino haber perdido también la oportunidad de verlo renacer.
El destierro ha vuelto a ser palabra cotidiana en nuestro vocabulario. No como metáfora poética, sino como una herida abierta. Es destierro cuando te toca ver nacer a tus hijos en otro idioma. Es destierro cuando entierras a tus padres sin poder abrazarlos. Es destierro cuando mueres esperando, como Alberto, que el país que amas recupere la dignidad que le arrebataron.
Morir lejos de casa no debería ser natural, pero el chavismo lo normalizó. No es solo la partida, sino el desgaste de esperar. El exilio venezolano no es un drama; es un crimen de lesa humanidad disfrazado de «crisis migratoria», “de situación política”. La ONU lo sabe: 87% de los que huyen del país escapan de «violaciones masivas de derechos humanos», no de la pobreza.
Pero a pesar del dolor, la muerte de un hombre digno no debe dejarnos en la resignación. Al contrario: debe empujarnos hacia la acción y la memoria. Alberto no será una estadística más. Su vida —y su muerte— nos recuerdan que la lucha por los derechos humanos no tiene fronteras, que la dignidad no se negocia, que el exilio no puede ser la condena permanente de un pueblo.
Morir en el exilio no debe ser lo natural. Lo natural debe ser volver. Reconstruir. Abrazar. Lo natural debe ser que ningún venezolano tenga que despedirse del mundo sin antes ver a su tierra libre. Por eso, quienes aún tenemos voz debemos usarla para seguir denunciando, para tender puentes, para no olvidar a los que ya no están.
Y es que, incluso en medio del dolor, nos queda el deber de la esperanza. Esa esperanza obstinada que resiste a la oscuridad y se afirma en la certeza de que ningún régimen dura más que la voluntad de un pueblo que decide ponerse de pie.
A quienes aún caminan el mundo con el país en el pecho, les digo: no somos huérfanos, somos herederos de una historia que aún se está escribiendo. Y como Alberto, sigamos siendo faros, aunque a veces sintamos que el mar no se calma. Porque hay una patria que nos espera, aunque hoy parezca lejana. Y volver no será solo regresar al territorio, será reencontrarnos con lo que somos. Volver será justicia. Volver será vida.
A los Alberto que quedan: sigamos. La patria no es un pedazo de tierra, sino la dignidad que llevamos dentro.