El terrorismo en el poder | Por César Pérez Vivas

➦ El autor es abogado, profesor universitario y ex gobernador del estado Táchira, Venezuela

“La democracia es política sin violencia, mientras que el terrorismo es violencia en nombre de la política.” Michael Ignatieff, El mal menor. Ética política en una era de terror. Prefacio.

Esta reflexión de Michael Ignatieff es perfectamente aplicable a la realidad política de nuestra Venezuela. Aquí ha desaparecido la democracia, porque la vida social y la conducción del Estado se basan en la violencia. La política se ha convertido en el ejercicio del miedo y del terror como mecanismo para sostener un régimen. Quienes ejercemos la política sin violencia, es decir, quienes practicamos la democracia, no tenemos cabida en la Venezuela actual.

La camarilla usurpadora —forjada y practicante constante de “la violencia en nombre de la política”— pretende convencer al país de que somos nosotros, los demócratas, quienes promovemos la violencia. Por ello fabrican supuestas conspiraciones e imputan hechos violentos a los verdaderos opositores, aunque ninguno haya estado jamás vinculado ni siquiera con la quema de un caucho en una calle, y mucho menos con los inventados actos terroristas que dicen haber descubierto.

Toda esa narrativa, repetida constantemente por el ministro del terror, solo busca ocultar el verdadero rostro violento de los auténticos terroristas: los que están en el poder.

En efecto, el régimen político encabezado por Nicolás Maduro ha devenido en una perversa y cruel estructura terrorista. Para sostenerse, recurre al fraude y a la violencia, con el objetivo de generar terror y disolver toda expresión masiva de legítima protesta en nuestra sociedad.

Desde sus orígenes, el chavismo fue un movimiento nacido de la violencia. La aparición de Hugo Chávez en la escena pública de Venezuela ocurrió al encabezar un sangriento y frustrado golpe de Estado el 4 de febrero de 1992. La logia militar formada por el difunto comandante no se destacó precisamente por virtudes ciudadanas, académicas, gremiales, militares, empresariales o intelectuales. Su único “mérito” fue haber usado las armas que le había confiado la República para atentar contra la democracia y contra la vida del entonces presidente legítimo, Carlos Andrés Pérez.

La naturaleza violenta del chavismo se intensificó con su llegada al poder por la vía electoral. Ya desde entonces, Chávez proclamaba que dirigía “una revolución pacífica, pero armada”, una expresión que encerraba la amenaza clara del uso de las armas de la República contra quienes nos oponíamos a su deriva hacia un militarismo de inspiración cubana. La intolerancia alcanzó niveles absurdos: se prohibió el derecho a la manifestación pacífica, bajo la consigna “candelita que se prenda, candelita que se apaga”. Y las órdenes operativas eran directas: “¡Échenle gas del bueno!”. Pero pronto pasaron del gas al plomo. El uso de la violencia letal se convirtió en política de Estado.

Primero con los llamados “círculos bolivarianos”, y luego con los pomposamente denominados “colectivos sociales” —organizaciones criminales creadas para asesinar en las calles a ciudadanos que reclamaban sus derechos—, el régimen institucionalizó el terrorismo. La incorporación a estos grupos armados de guerrilleros colombianos elevó aún más el carácter terrorista del “socialismo del siglo XXI”. La alianza Chávez-Maduro con el ELN y con disidencias de las FARC ha incrementado la violencia en diversas regiones del país, especialmente en la frontera occidental y en el sur.

La violencia genética del chavismo se ha convertido en una patología existencial presente en el comportamiento cotidiano de sus jerarcas, colaboradores y prácticamente toda la estructura del poder. Su conducta está marcada por la soberbia, la ilegalidad, la arbitrariedad, la criminalidad y la violencia. No hay el más mínimo interés por actuar dentro de los marcos de la ética y la legalidad. Estos conceptos han desaparecido de quienes hoy ostentan autoridad.

Afortunadamente, nuestros ciudadanos conocen bien el comportamiento de estos personajes. Por eso, cuando salen a la palestra pública a acusar a los demócratas, nadie les cree. Sus informes son tan absurdos que de inmediato se percibe la mentira.

En estos días ya no se conforman con secuestrar, torturar, aislar e imputar delitos inexistentes a los dirigentes democráticos. Ahora recurren a las más deleznables prácticas de las dictaduras del siglo XX, no solo para dañar física y psicológicamente a sus víctimas, sino también para destruir su reputación, inventándoles conductas amorales.

En La fiesta del chivo, Mario Vargas Llosa describe cómo la dictadura de Rafael Trujillo, en la República Dominicana, usaba tácticas de difamación para destruir a sus opositores. Una de las estrategias más impactantes de la novela es la invención de escenas de supuestas perversiones sexuales para desacreditar a los enemigos del régimen. El autor de tales atrocidades fue Johnny Abbes García, jefe de inteligencia del dictador, quien montaba escenificaciones con ese propósito.

Hoy, en Venezuela, el autor de esa misma práctica es Diosdado Cabello, quien no se conforma con dirigir los operativos de secuestro contra los líderes democráticos, sino que además utiliza su espacio en la televisión estatal para denigrar la integridad moral de sus víctimas. Así lo ha hecho con nuestro compañero de lucha democrática, Juan Pablo Guanipa.

El mundo tiene un deber político y ético ante esta lamentable realidad venezolana. La democracia ha sido confiscada, y en su lugar se ha instalado el terror y la violencia en nombre de la política.-

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