
A Venezuela la llamaron: “Tierra de Gracia” , desde los primeros días del descubrimiento.
Y no es para menos. Pocas naciones en el mundo han sido tan abundantemente bendecidas por la naturaleza: playas de ensueño, montañas majestuosas, sabanas infinitas, selvas exuberantes, ríos imponentes y una riqueza mineral incalculable. Pero más allá de su geografía prodigiosa, hay un tesoro aún más valioso: su gente.
El venezolano es sinónimo de bondad, de alegría, de calidez. Un pueblo generoso, hospitalario, trabajador, lleno de fe y de esperanza. Un pueblo que, a pesar de haber sido duramente golpeado durante los últimos 25 años por gobiernos que no supieron —o no quisieron— cuidar esta tierra y su gente, se mantiene de pie, con la frente en alto, con el corazón firme y la sonrisa intacta.
Los errores y horrores de los gobernantes de turno han destruido parte de las estructuras, han vaciado neveras y hospitales, han apagado industrias y sueños, pero no han podido tocar el alma de esta nación. Porque el alma del venezolano es resistente, resiliente, creativa y profundamente humana. Es un pueblo que se niega a aceptar un destino impuesto por el abuso y la corrupción, y que, dentro y fuera del país, sigue construyendo, luchando, soñando.
En cualquier rincón del planeta donde haya un venezolano, se siente la calidez del trópico, se escucha una carcajada que anima, se saborea una arepa compartida, se agradece una mano extendida. Porque esa es la esencia del venezolano: siempre dispuesto a tender la mano, a hacer familia donde sea que esté, a transformar el dolor en arte, la escasez en ingenio, el exilio en oportunidad.
Hoy, lamentablemente, algunos sectores en el extranjero han intentado manchar esa imagen noble. Casos aislados de delincuencia han sido injustamente usados para estigmatizar a toda una nación. Pero el crimen no tiene nacionalidad, ni rostro fijo, ni bandera. Y usar excepciones para juzgar a la mayoría es una forma moderna y peligrosa de xenofobia.
No olvidemos que Venezuela, en el pasado, fue refugio para millones de migrantes europeos, latinoamericanos y asiáticos que escapaban de dictaduras, guerras, y miserias. Aquí encontraron trabajo, educación, salud, paz y respeto. Venezuela los recibió con los brazos abiertos, sin prejuicios. Los hijos de esos migrantes crecieron en esta tierra como venezolanos de corazón, y muchos hoy son parte fundamental del tejido social y cultural del país.
Por eso es justo, necesario y urgente, reivindicar la imagen del venezolano. Recordarle al mundo que los buenos somos más. Que nuestra nación está formada por madres valientes, jóvenes soñadores, abuelos sabios, campesinos nobles, profesionales talentosos, artistas, científicos, emprendedores, y hombres y mujeres de fe. Que, pese a todas las adversidades, seguimos creyendo en la familia, en el trabajo honesto, en el respeto, en la educación y en la solidaridad.
Venezuela es más que una crisis. Es más que una coyuntura. Es un país con historia, con raíces profundas, con una identidad rica y valores inquebrantables. Es una tierra que ha parido libertadores, poetas, músicos, científicos, atletas y líderes morales. Es un pueblo que ha dado mucho al mundo, y que sigue dispuesto a dar, porque nuestra esencia es generosa y luminosa.
Hoy, más que nunca, debemos levantar la voz para hablar bien de nosotros, para celebrar nuestras virtudes, para agradecer a los venezolanos que construyen desde el amor, que no claudican, que siguen creyendo. Porque en medio de tanto dolor, sigue floreciendo la esperanza. Y esa esperanza tiene acento venezolano.