EV COLOMBIA | EL PAÍS
En los últimos cinco años, Colombia ha pasado de albergar a menos de 100.000 ciudadanos venezolanos a más de 1,7 millones. Hoy son prácticamente 1 de cada 25 personas que uno se cruzaría en un paseo por una ciudad colombiana. La mayoría llegaron al país en condiciones que se mueven entre la urgencia y la necesidad, huyendo de una situación de crisis extrema en su punto de origen.
Este proceso solo puede ser descrito como una conmoción. Lo es para el país de llegada, con costumbres y mecanismos institucionales puestos a prueba: Colombia no es, no ha sido en las últimas décadas, un lugar de recepción. Ni su Estado ni sus ciudades estaban preparados de antemano para la acogida. La ciudadanía, tampoco, y tal vez eso ayuda a entender que dos tercios de la población se mantengan en una posición de rechazo frente a los recién llegados.
Pero también es un choque —mayor, incluso— para quienes llegan. No lo hacen en un proceso migratorio reflexionado, ordenado, orientado a la prosperidad familiar; es una huida de una situación insostenible hacia otra precaria. De hecho, una inmensa mayoría considera que estaría en riesgo si regresa a Venezuela. Lo que los impulsa no es la prosperidad, que se vuelve más bien un sueño de difícil alcance: es escapar del abismo.
Los políticos locales tienen pocos incentivos para atender estos miedos y preocupaciones: los migrantes no votan; al menos, no mientras no dispongan de ciudadanía o su residencia regularizada no alcance los cinco años (y en este caso, solo votan en elecciones de orden municipal o regional). Y, en cambio, sí tienen la tentación —y todos los beneficios de la demagogia— de hacer eco de ese rechazo que manifiestan dos tercios de la población nacional: nada más fácil que cargar la responsabilidad a factores externos.
ÉNFASIS EN LO NEGATIVO
Varios en Colombia lo han hecho, pero nadie de manera tan decidida como la alcaldesa de la capital. Claudia López ha centrado el tiro en el crimen. Ya en noviembre del año pasado afirmaba que “el 20 % de los hurtos que se están cometiendo, de las capturas que hemos hecho por hurto promedio en la ciudad, son inmigrantes”, una cifra que ascendía según ella hasta casi la mitad en los registrados dentro del sistema de transporte bogotano TransMilenio. En febrero y en marzo de este año volvió sobre el asunto. “Los hechos demuestran que una minoría de venezolanos, profundamente violentos, que matan para robar o por una requisa, son un factor de inseguridad en nuestra ciudad”, dijo hace una semana, y aseguró que no era “un tema de hurto. Primero asesinan y luego roban. Necesitamos garantías para los colombianos”.
La reacción inicial de medios y sectores progresistas preocupados por la xenofobia de estos comentarios se ha centrado en tratar de desmentir los datos ofrecidos por la alcaldesa, y su caracterización de que son los migrantes venezolanos quienes aumentan la inseguridad. Pero López no tergiversa los números: solo utiliza aquellos que le convienen. Ciertamente, los hechos delictivos agregados por la Fiscalía General de la Nación muestran que 3,6% de los registrados en 2020 estuvieron asociados con una persona de nacionalidad venezolana: aproximadamente la misma proporción representa el conjunto de migrantes venezolanos sobre la población colombiana total.
Los tres tipos de delito más nítidamente asociados con migrantes son el hurto, la violación de medidas sanitarias o relacionadas con salud pública y aquellas vinculadas a estupefacientes. No los homicidios, como sugiere López. De hecho, según los datos oficiales, los migrantes venezolanos fueron víctimas más frecuentes que los nacionales colombianos de los principales y más graves delitos violentos.
En 2020, una mujer venezolana en Colombia tenía el doble de probabilidad de morir de forma violenta que una mujer colombiana, según datos de Medicina Legal; un riesgo un 39% mayor de sufrir violencia en pareja; un 28% de estar sometida a violencia sexual. Para ambos sexos, la probabilidad de sufrir cualquier tipo de violencia era de 21% más para venezolanos que para colombianos; los hombres de Venezuela tenían 14% más posibilidades de morir en homicidio que sus vecinos de acogida.
Datos de una encuesta plurinacional enfocada a medir el grado y las formas de vulnerabilidad entre migrantes venezolanos, particularmente aquellos con problemas para disponer de una vivienda estable y adecuada (casi todos, realmente), apuntan en una dirección similar: uno de cada cuatro habría sufrido algún tipo de agresión desde que dejó su país. La más frecuente es, paradójicamente, aquella de la que tanto se les acusa: el robo.
Aquí empieza el giro analítico imprescindible para entender de manera completa el fenómeno: no es una cuestión de centrar el debate en las cifras sobre delitos de manera abstracta, como si ocurrieran en el aire, sino de abarcar todo el contexto que las rodea. El primer y mayor sesgo en el que incurre el debate sobre la relación entre población migrante y crimen es el de enmarcarlos solo en el lado de los delincuentes, de los victimarios. Una aproximación anclada en la realidad debería empezar por la intuición contraria, que estos datos confirman: si tenemos a cientos de miles de personas saliendo con urgencia de su hogar, de su entorno de confianza, dando un salto al vacío, parece plausible temer por su integridad en un lugar de destino que no está listo para ofrecerles protecciones similares a las que disfrutaban en el pasado.
INCORPORÁNDOSE EN LOS MÁRGENES
Casi dos millones de personas han llegado en condiciones precarias, en apenas cinco años, a un país de ingreso medio, profundamente desigual, con altos índices de informalidad laboral, estructuras delincuenciales ya establecidas (que propician un historial de violencia muy por encima de la media mundial) y que además carece de experiencia en la inclusión de migrantes. Sus necesidades declaradas son tan variadas como acuciantes.
Pero difícilmente pueden satisfacerlas con una integración incompleta, que se produce sobre todo en los (amplios) márgenes del sistema colombiano. Considérese el empleo y la educación, mecanismos básicos de inclusión. Según datos oficiales, la comunidad venezolana en Colombia sufría a finales de 2019 el doble de desempleo e informalidad, y el triple de adolescentes jóvenes (12-15 años) trabajaban.
En el plano escolar, uno de cada dos menores de 18 años (y mayores de seis) está sin escolarizar, en la mayoría de casos por problemas fuera del control de las familias.
Claudia López misma admitía en noviembre que el reclutamiento de migrantes “lo hacen tanto bandas colombianas como venezolanas”. Para ellas, hay cientos de miles de personas que constituyen tanto mano de obra accesible ante la falta de protección y oportunidades, como víctimas disponibles por exactamente la misma razón. De hecho, además de los delitos mencionados, hay otro que destaca en la base de datos de la Fiscalía colombiana: el uso de menores para actos delictivos. Las cadenas de precariedad se consolidan con la nueva población, que termina integrada a las que ya existían previamente.
LA INTEGRACIÓN PENDIENTE DE VENEZOLANOS
La ciudadanía colombiana no es ajena a nada de ello: una vez que la pregunta simplista de si están a favor o en contra de los migrantes se abre a matices más específicos, los prejuicios negativos se cargan sobre todo en las dimensiones de pobreza, el peso en los servicios sociales y el empleo. Mientras, las opiniones a favor de políticas inclusivas en salud, educación e incluso de facilitación de empleo para los migrantes son mayoritarias o casi mayoritarias.
La reciente regularización masiva emprendida por el Gobierno colombiano, que ofrecerá un permiso de residencia por diez años al millón de personas que permanecen sin papeles dentro del territorio, es solo un primer paso para modular el doble impacto que implica una ola migratoria súbita, intensa y marcada por la urgencia. Los datos (una vez considerados en su conjunto, y no pieza por pieza) aquí volcados indican que faltan muchos pasos más para asegurar una inclusión plena, estable, que permita aflorar los beneficios para todas las partes que puede traer la migración.
La variedad de opiniones apunta, en cualquier caso, a que existe espacio más que suficiente para flexibilizar perspectivas, subrayando tal o cual ángulo en las percepciones y las políticas aplicadas. En eso, las voces públicas tienen sin duda una responsabilidad determinante. Los colombianos no lo desconocen: según una encuesta reciente del Proyecto Migración Venezuela, un 75% de ellos considera que los medios de comunicación no transmiten una imagen positiva de los migrantes.
Cuando estas voces públicas, particularmente los representantes electos, se refieren solamente a una parte de la historia, cuando descontextualizan los indicadores y ponen el foco exclusivamente en el vínculo entre condición de migrante y delincuencia, se arriesga a reforzar las dinámicas contrarias: las de la exclusión. Los votos, la sensación de estar “cerca” de lo que piensa “la gente” en el corto plazo con este tipo de discursos implica, probablemente, hipotecar la integración en el futuro. O, dicho de otro modo: implica negarse a lidiar con la realidad que deben gestionar, y para lo cual fueron votados.
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