Si algo anda mal en el reino de Venezuela, es la podredumbre moral que nos asfixia. No sólo se trata de los corruptos de todo orden que pululan en estos 20 años de supuesta revolución bonita, sino lo más triste es que también anega sectores irredentos de una oposición que se rehúsa a perder su pequeño espacio de poder.
La crisis más grave del país no es ni la económica, ni la humanitaria, ni la sanitaria, que son terribles y gravísimas, sino la pérdida total de referentes éticos y morales en gran parte de la sociedad, que se refleja en el facilismo muy bien expresado por el dicho criollo “A mi que no me den, a mi pónganme donde haiga”.
Si no entendemos que la era de la bonanza petrolera se acabó y con ella llegó la muerte del estado munificiente, que regaba a diestra y siniestra los productos de una riqueza que no era generada por el trabajo de su gente sino por la herencia enterrada bajo tierra, no saldremos nunca de este círculo vicioso de que la única manera de prosperar es arrimarse al árbol que da mejor sombra.
Tenemos, sin embargo, la esperanza son las nuevas generaciones que sólo conocen el rostro feo de un país en quiebra, del que muchos tuvieron que huir en busca de otros horizontes donde pudiesen ganarse la vida con su esfuerzo personal.
Ellos podrán ser el factor dinámico que erradique, como la mala hierba, a todos los que pretendan seguir viviendo del Estado como mecanismo para enriquecerse. Eso se acabó, aquí habrá país, pero no el viejo modelo, sino uno que surgirá del trabajo y del esfuerzo creativo de su gente, muchos de ellos con talento y capacidad suficiente para generar valor.
Esperamos que esta comedia bufa propiciada por el TSJ sea la etapa final del antiguo régimen que nos ha mal gobernado por demasiados e incontables años.