Soñé esta semana con que viajé de Madrid a Venezuela, me quitaron el pasaporte en el aeropuerto de Caracas y me deportaron, obligándome a volver a España cuatro horas más tarde en el mismo avión de Iberia en el que había llegado. Bueno, creo que fue un sueño. Lo recuerdo como un sueño, pero han ocurrido tantas cosas en el mundo últimamente que deberían ser un sueño pero aparentemente son reales, que ya no sé muy bien qué pensar.
Reconstruyendo el sueño venezolano, lo que pasó fue que estaba en la cola de migración en el aeropuerto de Caracas sobre las tres de la tarde, hora local, cuando un joven oficial vestido de verde oscuro militar me pidió el pasaporte, lo hojeó y me preguntó qué iba a hacer en su país. Le dije que iba a dar unas charlas sobre la paz y el diálogo y que tenía una carta de invitación de una universidad que así lo demostraba. “Entonces usted viene a Venezuela a trabajar”, me dijo. Le contesté que no, que iba no por iniciativa propia sino invitado por compatriotas suyos a aportar mi granito de arena para ayudar a su país a resolver sus considerables problemas. Iba a hablar, según el plan, tanto con delegaciones de la oposición como del Gobierno chavista.
“Vengo principalmente a contarles cosas de Nelson Mandela –dije–, una figura que supongo que la revolución bolivariana no considera hostil, y le aseguro –agregué con énfasis– que no voy a cobrar ni un peso”.
Pensé decirle también que Venezuela –con una inflación de un millón por ciento, malnutrición generalizada y tres millones de exiliados en los últimos dos años– no era exactamente el primer país que se me venía a la mente para ganarme el pan, pero como soy una persona cortés, incluso cuando estoy soñando, me mordí la lengua. Igual mi interlocutor no hubiera entendido de qué hablaba. Al joven agente lo vi no exactamente gordito, pero sí rechoncho, bien alimentado, como suele ser el caso, según entiendo, con aquellos afortunados que pertenecen a la secta venezolana que acude al trabajo vestida de verde.
El joven me dijo que le esperara mientras él entraba en una oficina con un cartel en la puerta en el que ponía “Jefatura”. Unos veinte minutos más tarde, reapareció y me informó de que me iban a embarcar en el vuelo de vuelta de Iberia a Madrid esa misma tarde.
No me habían quitado el teléfono móvil, así que le mandé un mensaje a la señora venezolana que había venido al aeropuerto a recogerme explicándole lo que entendía de mi situación. Intercambiamos mensajes durante un par de horas. Quedó claro que ella estaba haciendo todo tipo de gestiones para convencer a los señores de migración de que me dejaran entrar. Creo que habló con la cancillería venezolana, que, según mi borroso recuerdo, respondió no sólo con sorpresa sino con indignación, y también con las embajadas de España y el Reino Unido. ¿División en el seno de la gloriosa revolución obrera?, pensé.
Volvió el rechonchito y me informó de que tenía asiento en el vuelo de las 18.55 de vuelta a Madrid. Y se fue. Pero sin devolverme el pasaporte y no sin antes decirme que no me moviera de la zona de la puerta de embarque del avión de Iberia, como si yo fuera un criminal, como si me fuera a escapar del aeropuerto si tuviese mis documentos para poder disfrutar de las bondades de la utopía construida por Hugo Chávez, hoy presidida por su incluso más cómico heredero, el Trump del sur, Nicolás Maduro.
Bueno, cómico hasta cierto punto, reflexioné, mientras me entraban mensajes del otro lado de la frontera aeroportuaria asegurándome que había habido un malentendido, que todo se iba a resolver. Yo no lo veía tan color de rosa, pero en ningún momento sentí miedo, o siquiera ansiedad. Tenía bien claro que por más criminal que haya sido lo que los bolichavistas habían hecho, y estaban haciendo, a su país, estos no eran criminales al nivel de los gobiernos militares que yo había conocido demasiado bien en otras épocas latinoamericanas, por ejemplo, en Argentina o Guatemala. Son igual de estúpidos, ridículos y mediocres, pero menos inhumanos.
Recuerdo haber esperado sentado un largo rato y que constantemente me entraban llamadas y mensajes de diplomáticos y otros que me decían que pronto habría un final feliz. O igual fue un sueño, ya que he soñado muchas cosas últimamente que tienen que ser imposibles, como que Trump, el Maduro del norte, sea presidente de Estados Unidos; el impostor de Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido; que haya presos políticos en la España posfranquista, y que en Argentina vaya a volver a ser elegida libremente para el gobierno una gente que se postulaba como defensora de los pobres mientras saqueaba el país.
Igual de improbable, o más, que un país como Inglaterra, con fama de pragmatismo y sentido común, opte por el suicidio colectivo del Brexit; o que el presidente de Estados Unidos haya dado el visto bueno esta semana a que Turquía aniquile a los guerrilleros kurdos, aliados de Occidente en la lucha contra el Estado Islámico, porque, según el tuitero en jefe, “los kurdos no lucharon en Normandía en la Segunda Guerra Mundial”; o que en un lugar que debe estar en el top ten de los mejores lugares del mundo para vivir, Catalunya, tantos de sus habitantes sientan la necesidad de cambiar el feliz statu quo y sumarse, vía independencia, a la locura inglesa de abandonar la Unión Europea.
En el sueño venezolano recibí un mensaje en mi teléfono de un amigo de Barcelona que me decía que a Maduro deberían cambiarle el nombre por Podrido . Me subió el ánimo y me subí al avión. Una vez sentado, me entró un mensaje de alguien en Caracas que me dijo que me habían negado la entrada no por el motivo oficial, que no tenía visado para trabajar en Venezuela, sino por un artículo que había escrito en el diario El País en el 2007 vinculando al Gobierno chavista con las FARC colombianas en el narcotráfico. No me lo creí. Aunque igual me equivoco; igual el jefe de migración que me negó la entrada se sintió aludido.
El comandante del avión tenía instrucciones de las autoridades venezolanas de no devolverme el pasaporte hasta que estuviéramos en el aire, lo cual me irritó. Pero por lo demás estaba tranquilo, tan tranquilo que me acordé de escribir un e-mail a Iberia antes del despegue diciendo que me anotasen los puntos de viajero frecuente para este inesperado vuelo. El día siguiente, ya en Madrid, Iberia me contestó que no tenían constancia de que yo hubiese volado ni de Madrid a Caracas, ni de Caracas a Madrid en las fechas que había indicado. Menos mal, pienso ahora. Lo de la deportación fue todo un sueño. Espero que lo de Trump, Johnson, el Brexit, los kurdos, los presos catalanes y Cristina Kirchner, también.
Fuente: La Vanguardia