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De la noche a la mañana la recién estrenada segunda administración de Donald Trump (2025-2029) ha cambiado radicalmente, al menos por los momentos, su visión sobre Venezuela respecto a la que tuvo durante los cuatro primeros años que ocupó la Casa Blanca (2017-2021).
De su primer gobierno, cuando adelantó su política de máxima presión sobre el régimen de Nicolás Maduro para desalojarlo del poder, bien sea a través de la aplicación de sanciones o reconociendo al gobierno interino de Juan Guaidó, ha pasado en el inicio de su nuevo período a reconocerlo como el hombre que manda en Caracas, enviándole ni más ni menos que a un alto funcionario diplomático para reunirse con él en el Palacio de Miraflores bajo los focos de los medios de comunicación.
Diversos analistas habían venido advirtiendo sobre el posible cambio de rumbo de Trump en relación con Venezuela desde que en la campaña electoral el candidato republicano desplegó como una de sus principales banderas electorales la expulsión de los migrantes irregulares, advertencia que ha terminado haciéndose realidad con más virulencia, incluso, de la esperada.
Las observaciones de los referidos analistas indicaban que no sería raro que, de resultar ganador, el nuevo inquilino de la Casa Blanca le diese preeminencia a expulsar del país a decenas de miles de venezolanos que se encuentran viviendo en los Estados Unidos sobre cualquier otra consideración como la democratización de Venezuela, para lo que sería muy útil la colaboración del gobierno de Nicolás Maduro.
Dicho y hecho. A los pocos días de asumir el mando, probablemente en lo que fue su primera iniciativa dirigida a América Latina, Trump envió a Caracas a su enviado especial para Venezuela y Corea del Norte, Richard Grenell, quien fue acogido de la mejor manera por el presidente venezolano, quien inmediatamente después se manifestó dispuesto no sólo a recibir a sus connacionales deportados sino a trasladarlos en los aviones de la compañía aérea estatal venezolana. Una constatación, por lo demás, de que los países actúan por intereses por encima de los principios.
Un buen indicio de esta aparente buena sintonía entre Trump y Maduro pudo apreciarse en la foto y los videos que sirvieron de testimonio de la reunión entre el mandatario venezolano y el enviado especial norteamericano, donde podía apreciarse en el fondo al actual presidente de la Asamblea Nacional y uno de los principales operadores políticos del chavismo, Jorge Rodríguez, riéndose a carcajadas mientras se estrechaban las manos. Una imagen vale por mil palabras.
Otro de los aspectos que llevan a pensar que Trump está dando efectivamente un giro a sus relaciones con el régimen venezolano es que no hizo nada en sus primeros días de gobierno para evitar la renovación de la licencia que permite que en Venezuela opere la compañía petrolera Chevron, de especial importancia para elevar la producción petrolera venezolana y aumentar en consecuencia los mermados ingresos del Estado venezolano. Algo muy distinto al duro tono que empleó en su primera presidencia cuando puso en boga la frase de que todas las opciones (para salir de Maduro) estaban sobre la mesa.
Uno de los aspectos que suscitan mayor preocupación, y que no ha recibido atención de la opinión pública, ha sido la declaración que ha hecho el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos para justificar quitarles el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a más de 300 mil venezolanos, documento donde señala que la revocación se produjo por la existencia de “mejoras notables en varias áreas como la economía, la salud pública y el crimen” en Venezuela.
Esta aseveración de la nueva administración estadounidense, además de no ceñirse a la verdad pues en Venezuela persisten las condiciones que ameritaron declararla como un caso de Emergencia Humanitaria Compleja, abre las puertas a normalizar, a través de una actitud benévola, las relaciones con el país suramericano y quien sabe si a considerar a su gobierno como un mal necesario.
El peligro es que cuando Trump tenga que encargarse de asuntos geoestratégicos más importantes que América Latina para la primera potencia mundial, como la guerra de Ucrania, el conflicto en el Medio Oriente, o el enfrentamiento con China, el caso venezolano quede en ese statu quo donde se le tolera a pesar de sus nulas credenciales democráticas.
A Nicolás Maduro no le han podido ir mejor las cosas, especialmente si lo comparamos con las expectativas de endurecimiento de la posición con Venezuela que se esperaba de Trump. Por el momento, ha ganado cierto reconocimiento y legitimidad internacional que había perdido tras el abierto fraude que perpetró en las elecciones del 28 de julio de 2024 para mantenerse en el poder.
No en vano el presidente venezolano se ha mostrado diligente con su par norteamericano, no solo para recibir a sus deportados, sino para ofrecerle comenzar una agenda bilateral desde cero. Borrón y cuenta nueva en pocas palabras