Un sinnúmero de personas refugiadas y migrantes venezolanas atraviesan el paso mientras recorren cientos de kilómetros a través de Colombia, escalando desde cerca del nivel del mar hasta una altitud de más de 3.000 metros.
Víctor y su amigo y compañero de viaje, Alexander Pérez, habían salido de sus hogares en el estado de Lara, en el noroeste de Venezuela, unos cuatro días antes, cruzando a Colombia por el Puente Internacional Simón Bolívar, que se ha convertido en un símbolo del éxodo venezolano.
Más de cuatro millones de personas venezolanas han huido de la agitación política y social en su país, que ha provocado una inflación paralizante, escasez de alimentos y medicamentos básicos, apagones recurrentes y violencia generalizada. Al igual que muchos otros refugiados y migrantes venezolanos que buscan seguridad, el viaje por tierra de Víctor y Alejandro los llevó a través del llamado Nudo de Santurbán, una desalentadora cadena montañosa en el extremo oriental de los Andes.
“Nunca he pasado por algo tan difícil. Es peligroso, helado y agotador. Me duele todo el cuerpo”, dijo Víctor, un trabajador agrícola de 33 años, que desafió una cojera pronunciada, resultado
de una cirugía fallida luego de un accidente de motocicleta que le dejó una pierna cuatro centímetros más corta que la otra, para caminar los 135 kilómetros desde la húmeda frontera hasta la neblinosa zona de Berlín. “Pero no teníamos opción. Teníamos que irnos. Nos moríamos de hambre”.
No está claro cuántos venezolanos han hecho el viaje, pero los datos de los albergues a lo largo de la ruta sugieren que entre 100 y 250 personas salen todos los días a destinos que incluyen las ciudades colombianas de Cali y Medellín, ambas a cientos de kilómetros de distancia, así como los países vecinos Ecuador, Perú o incluso Chile, la nación más austral de América del Sur.
Caminan sin parar, con la esperanza de reunirse con amigos o familiares ya establecidos en el extranjero, asegurar trabajos que les permitan enviar remesas a los hogares que dejaron atrás, o encontrar seguridad, estabilidad y libertad.
Grupos de hombres, mujeres, niños y niñas caminan penosamente por la estrecha y sinuosa carretera que recorre la montaña. Caminan en una sola fila, apartándose para mantenerse fuera del camino de los camiones y autobuses que pasan apresurados por las curvas ciegas. A menudo intentan pedir aventones a los camiones, pero debido a que la policía colombiana multa a los agarran transportando venezolanos, los conductores tienden a ser reacios a llevarlos.
Algunos de los llamados caminantes cargan mochilas, otros arrastran maletas difíciles de manejar o acunan a bebés lactantes o niños pequeños exhaustos contra su pecho. Llevan pantalones cortos, camisetas y viejas tenis o chancletas, con las suelas muy delgadas y a menudo llenas de agujeros. Algunos ni llevan zapatos.
En el camino, comen y duermen en los comedores sociales y en los albergues que aparecen a lo largo de la carretera, administrados por organizaciones benéficas, organizaciones humanitarias e incluso personas individuales. Y cuando no queda espacio en los albergues, duermen al costado del camino, en plena intemperie. Cuanto más suben, más frío hace. Se cubren con todo lo que tienen (sábanas, toallas, calcetines reutilizados como guantes) para evitar los vientos fríos y las temperaturas que pueden caer hasta congelarse.
Algunos han sido víctimas del viaje. Una mujer de 19 años fue asesinada recientemente cuando un camión la atropelló fuera de un albergue. Otros, con sus sistemas inmunes ya comprometidos por la escasez de alimentos en Venezuela, caen enfermos en el camino.
Una encuesta reciente realizada por ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, muestra que más de la mitad de los casi 8.000 venezolanos entrevistados enfrentan riesgos severos y específicos durante sus viajes, siendo particularmente vulnerables por razones como la edad, el género, la salud u otras necesidades, y necesitan urgentemente protección y apoyo.
Grexys González fue hospitalizada con disentería amebiana el tercer día de su viaje, a las afueras de un pueblo llamado Pamplona. Contadora en un suburbio de la ciudad de El Tigre, en el norte de Venezuela, Grexys, de 29 años, no vio más remedio que dejar su trabajo en una empresa de servicios petroleros para emprender el viaje por tierra después de que su empresa dejara de pagar a sus empleados, y ella ya no fuera capaz de pagar las visitas médicas mensuales de su hija hipoglucémica de tres años.
“Sabía que era extremadamente arriesgado, pero sabía que si no corría el riesgo, todo empeoraría”, dice, su voz se eleva sobre el ruido de las otras mujeres, niños y bebés abarrotados en el albergue donde pasa la noche después de su alta del hospital.
“Sabía que era extremadamente arriesgado, pero sabía que si no corría el riesgo, todo empeoraría”.
Grexys, que pesaba 63 kilos antes de la crisis en Venezuela, ha bajado a solo 47 kilos después de la escasez de alimentos en su hogar y su paralizante ataque de disentería. Sus extremidades delgadas y su cara demacrada, con huecos morados debajo de sus ojos, dejan claro que no está en condiciones de continuar el viaje, pero sin dinero y sin ningún lugar donde quedarse por más de un par de noches, estaba en una situación difícil.
“En Venezuela, tenemos un dicho: ‘Lo que fácil viene, fácil se va’, dijo Grexys. “Obviamente, nada de esto es fácil. Lo que estamos viviendo es extremadamente difícil. Pero creo que si podemos superar esto, habrá cosas mejores a la vuelta de la esquina”.
Para ayudar a las personas refugiadas y migrantes vulnerables de Venezuela, ACNUR ha intensificado su respuesta y está trabajando en estrecha colaboración con los gobiernos de acogida y los socios para apoyar un enfoque coordinado e integral. Esto incluye apoyar a los Estados para mejorar las condiciones de recepción en los puntos fronterizos donde los caminantes llegan en condiciones muy precarias, y coordinar el suministro de información y asistencia para satisfacer las necesidades básicas inmediatas de las personas venezolanas, incluido el alojamiento.
Fuente: Acnur