
Por: José Ramón Villalobos
En tiempos en los que el ruido de la xenofobia amenaza con distorsionar la realidad, se hace urgente levantar la voz para visibilizar la verdadera cara del migrante venezolano en Colombia. Más allá de los titulares alarmistas y de los prejuicios que algunos sectores alimentan, miles de venezolanos se levantan cada día en este país con un propósito firme: trabajar dignamente, construir un futuro mejor y aportar al desarrollo de la nación que los acoge.
El perfil promedio del migrante venezolano dista mucho del estigma que se le ha querido imponer. Se trata, en su mayoría, de hombres y mujeres jóvenes, con un alto nivel educativo, que han dejado atrás su tierra, su familia, su historia, empujados por una crisis humanitaria sin precedentes. Son profesionales, técnicos, emprendedores, estudiantes y trabajadores incansables. Muchos de ellos han abierto pequeños negocios, otros se desempeñan en oficios esenciales como la construcción, el comercio informal, el cuidado de personas mayores, la gastronomía y los servicios.
Contrario a la narrativa que pretende criminalizar la migración, las estadísticas y la evidencia demuestran que el migrante venezolano no solo trabaja, sino que también paga impuestos, se integra socialmente y respeta las leyes del país que lo ha recibido. El sistema de salud, la economía informal e incluso los sectores agrícolas y logísticos han encontrado en esta población una fuerza laboral valiosa, dispuesta a esforzarse aún en condiciones adversas.
Además, el núcleo familiar sigue siendo una prioridad para el venezolano que ha migrado. Son padres y madres que luchan por ofrecer estabilidad a sus hijos, por reinsertarlos en el sistema educativo, por mantener sus valores, por reconstruir una vida en paz.
Frente a la creciente ola de discursos de odio que asocian la migración con la delincuencia, es fundamental no perder de vista el contexto: la criminalidad no tiene nacionalidad, y no se puede juzgar a una población entera por las acciones de unos pocos. Estigmatizar al migrante es ignorar su humanidad y cerrar los ojos a su potencial transformador.
Colombia ha dado pasos importantes en materia de regularización y protección de los derechos de la población migrante, y ese esfuerzo no debe desdibujarse por la presión de discursos populistas ni por el miedo mal dirigido. La verdadera integración requiere empatía, información veraz y compromiso colectivo.
El migrante venezolano no vino a quitar, vino a sumar. No vino a reemplazar, vino a reconstruir. Y en esa reconstrucción, Colombia tiene la oportunidad histórica de convertirse en un ejemplo de acogida, solidaridad e inteligencia social.
Porque la migración no es una amenaza: es una realidad que, bien gestionada, puede ser una oportunidad para todos.