El comienzo
El primero de mayo de 2017, en el acto del día del trabajo, el presidente Nicolás Maduro convocó a la Asamblea Nacional Constituyente. Con esto puso fin al proceso democratizador que comenzó el 23 de enero de 1958, cuando cayó la dictadura militar de Pérez Jiménez.
La convocatoria de la Constituyente se produjo después de que el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) pretendió privar de sus funciones a la Asamblea Nacional, parlamento venezolano que para entonces tenía mayoría opositora. Fue el final de la democracia en Venezuela y el comienzo de la dictadura de Nicolás Maduro.
Los militares en la nueva dictadura
Este gobierno es distinto de las dictaduras militares del siglo XX en América Latina porque, aunque tiene presencia militar, el poder está en manos de civiles.
Además, las Fuerzas Armadas han tenido un gran cambio en su estructura, disciplina y jerarquía. Durante la última década se promovieron organismos como la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y la Policía Nacional Bolivariana (PNB) que, en sentido estricto, no son militares. También aparecieron grupos paralelos, como la Milicia Nacional Bolivariana (MNP): grupos de civiles con una ideología chavista, que recibieron adiestramiento militar y son tenidos como un componente de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana.
Maduro ha logrado atomizar la fuerza entre distintos actores legales e ilegales, aunque todos comparten una mutua dependencia con la figura de Maduro y el poder chavista. La descomposición del poder no perjudica a Maduro, quien ha logrado promover, degradar o neutralizar figuras a su antojo.
Paradójicamente, sin embargo, la creación de esos grupos armados fue acompañada por la pérdida del control territorial, debido a que las nuevas fuerzas son más permisivas y han dejado que grupos al margen de la ley se adueñen de parte del territorio. Muchas de las organizaciones creadas por la dictadura han protegido, apoyado y/o se han asociado con grupos ilegales existentes o bandas criminales que han surgido y se han posicionado. La asociación con grupos como la “Segunda Marquetalia” o con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se ha extendido a gran parte del territorio venezolano.
A diferencia de la dictadura de Juan Vicente Gómez, quien concentró el poder en las manos de los militares en detrimento de los caudillos regionales, el gobierno de Maduro ha dado pie a la pérdida del monopolio de la fuerza y a la desinstitucionalización de las fuerzas armadas.
Ahora la fuerza venezolana actúa en función de intereses particulares, que ha hecho que el contrabando, el narcotráfico, el tráfico de armas, la minería ilegal, el tráfico y trata de migrantes sean prácticas normales.
Por otro lado, la esfera de acción de los militares se extendió a la explotación minera y petrolera, las comunicaciones, la construcción, las finanzas o la importación, comercialización y distribución de productos. Básicamente los militares participan en todos los sectores de la economía.
Asimismo, se permitió que actores paraestatales como los “colectivos sociales”, muchos de ellos asociados con la criminalidad, asumieran funciones estatales como la de repartir entre la población las denominadas “cajas” CLAP (Comité Local de Abastecimiento y Producción), estrategia para llevar bienes de primera necesidad a sectores empobrecidos de la sociedad.
Lo impensable
Se pensaría que la disgregación de la fuerza militar sería incompatible con un orden dictatorial, pero precisamente esta es la gran diferencia entre la dictadura de Maduro y las dictaduras del siglo pasado.
Maduro ha logrado atomizar la fuerza entre distintos actores legales e ilegales, aunque todos comparten una mutua dependencia con la figura de Maduro y el poder chavista. La descomposición del poder no perjudica a Maduro, quien ha logrado promover, degradar o neutralizar figuras a su antojo. Por ejemplo, en los casos del general Vladimir Padrino o el de Rafael Ramírez, o el de Diosdado Cabello, quien en su momento llegó a competir por el legado de Chávez.
Nicolás Maduro siempre fue subestimado por sus aliados y por sus enemigos, fomentó una imagen de ser bruto y carente de formación profesional, lo cual explica sus frecuentes salidas en falso y sus declaraciones desafortunadas. se presenta como un hombre primitivo, de creencias populares y gustos básicos.
A diferencia de su predecesor, Hugo Chávez sobre el que corrieron ríos de tinta apenas se conoce una biografía de Nicolás Maduro, la de Roger Santodomingo titulada De verde a Maduro: el sucesor de Hugo Chávez, de 2013, y no son muchos los estudios que analicen el gobierno y la forma de ejercer el poder de este extraño dictador.
En todo caso, y en contravía de lo que muchos creyeron, Nicolás Maduro acaba de completar una década en el poder y por el momento nada indica que se vaya a ir.
Una crisis perpetua
A diferencia de la dictadura de Pérez Jiménez que disfrutó de un aumento acelerado del ingreso nacional a mediados del siglo pasado, la dictadura de Maduro ha ocasiona el “decrecimiento” económico y social de los venezolanos.
Los resultados de la gestión no pueden ser peores: el 21,46 % de la población ha abandonado el país en los últimos años, es decir, unas 7.239.953 personas migrantes según la plataforma multiagencial R4V. A ellos hay que sumar alrededor de 950.000 colombianos que habían hecho de Venezuela su hogar y han retornado durante el mismo periodo. Una contracción demográfica sin precedentes en América Latina.
El régimen de Maduro responsabiliza de la crisis y exilio venezolano a las sanciones internacionales que se han impuesto. Pero esto también hace parte de una narrativa que pretende esconder la instrumentalización de la miseria y la pobreza como herramientas de poder.
Las sanciones internacionales han afectado la vida de los venezolanos, particularmente de la clase media. Esto es innegable, pero las sanciones no son las responsables de la crisis, son una causa más y no la más importante.
Durante años la Revolución Bolivariana puso en marcha medidas políticas, económicas y sociales que condujeron a la crisis multidimensional que hoy vive Venezuela y que se ha visto agravada por las sanciones internacionales.
El aumento de la inflación y la pobreza, las fallas en el sistema de servicios públicos, el colapso del sistema de asistencia social, particularmente en salud y educación, y la ruina de la industria petrolera, causarían la salida de cualquier gobierno democrático, pero no de una dictadura.
Por el contrario, la destrucción del Estado venezolano ha fortalecido el control que ejerce el régimen de Maduro, porque el ciudadano queda supeditado a la supervivencia, a resolver el día a día, a proveerse de agua potable y electricidad, a conseguir los recursos o depender de sus familiares o amigos en el exterior para pagar los altos costos de los productos de la canasta básica. Maduro ha sacrificado el bienestar de los venezolanos con tal de permanecer en el poder.
El régimen de Maduro responsabiliza de la crisis y exilio venezolano a las sanciones internacionales que se han impuesto. Pero esto también hace parte de una narrativa que pretende esconder la instrumentalización de la miseria y la pobreza como herramientas de poder.
A diferencia de Pérez Jiménez, quien vivió un exilio dorado en España, Maduro y la camarilla chavista tienen menos posibilidades de lograr la impunidad y un otoño tranquilo, lo cual lamentablemente juega en contra de una salida y el retorno a la democracia.
Nicolás Maduro ha logrado consolidar la dictadura, derrotó el cerco diplomático — la torpe estrategia promovida por los expresidentes Trump, Duque y Bolsonaro—, hizo trizas la unidad opositora — que le había arrebatado el poder legislativo en 2015 —, y se posicionó como el líder absoluto de la Revolución Bolivariana pasando del chavismo al madurismo.
No obstante, el resultado adverso de Venezuela en la Corte Internacional de Justicia en el caso del Esequibo con Guyana y el ascenso de la izquierda democrática en el continente —en contraposición a la izquierda autoritaria que representa junto a Cuba y Nicaragua—, pueden socavar sus pretensiones de perpetuarse.
En teoría, la defensa, promoción y respeto de los derechos humanos es una de las principales banderas de la izquierda democrática latinoamericana, lo que termina cuestionando la dictadura de Nicolás Maduro Moros y la continuidad del madurismo en Venezuela.