El drama de las familias de migrantes varadas en la orilla del río Medellín

◉ Llevan más de un mes viajando hacia Estados Unidos. Se quedaron sin plata y hoy están junto al río Medellín, donde se bañan y lavan la ropa. Personifican el horror de la migración

EL VENEZOLANO COLOMBIA | EL COLOMBIANO

Albany Rosales está cumpliendo 36 años y los celebra junto al río Medellín. Tiene seis hijos y una nieta. Cuando sonríe, cosa que hace a menudo, deja ver una dentadura incompleta, amarilla. Tiene el pelo crespo, muy apretado. Lleva una blusa estampada, una sudadera mugrosa y no usa zapatos; una de sus medias, de fondo negro y rayas de colores, está al revés, con la costura para afuera.

Aunque toda la vida ha vivido en la pobreza, no imaginó celebrar un cumpleaños en un exilio impensado, en una ciudad desconocida, durmiendo bajo un palo de mangos y al lado de un río contaminado.

El árbol de mangos no tiene frutos, pero lo decoran unos globos blancos estampados con el logo de una empresa de tecnología. Los consiguió Yonatan Rivera, el esposo de Albany. Él tiene 33 años, lleva la barba rala y el pelo hirsuto, grasoso, aplastado debajo de una gorra que cada tanto se reacomoda. Camina descalzo y sus pies están manchados, como una lámina de metal que se oxida a la intemperie. Le regalaron los globos y él mismo se encargó de amarrarlos al palo de mangos. Es lo único que pudo ofrecer a su esposa en el día de su cumpleaños.

La pareja hace parte de un grupo más grande. Por la ribera se pasean niños que van jugando en la tierra, levantando polvo. El ruido del metro y de la autopista sur no deja siquiera escuchar el susurro del río que en ese trayecto discurre apacible, haciendo pequeñas islas de espuma. En total, son cuarenta las personas que han formado el campamento. Todos son familiares y emprendieron una penosa travesía que los trajo hasta este lugar.

Luego de lavar la ropa en el río, la familia la pone a secar en las barreras de contención de la Autopista Sur. FOTO: ESNEYDER GUTIÉRREZ

El viaje comenzó el 11 de diciembre. Después de mucho pensarlo, Albany y Yonatan decidieron dejar Isla de Margarita (Venezuela) para emprender un viaje incierto hacia los Estados Unidos, donde tienen unos familiares. En la isla vivían de la pesca, en un barrio de invasión junto a una playa. Su casa era un rancho de madera y, si bien las precariedades siempre los agobiaron, los últimos años fueron los peores.

Lo conseguido con la pesca no les alcanzaba siquiera para un paquete de harina. Una situación “arrecha”, dicen, que los puso a soñar con una vida mejor en otro lugar. Reunieron plata como pudieron, y empacaron la ropa de sus seis hijos y su pequeña nieta. Pero los recursos eran tan exiguos que apenas alcanzaron para llegar a San Antonio del Táchira. Entonces comenzó el penoso viaje a pie, a veces aventados por un conductor generoso, que los llevó hasta Pamplona, Norte de Santander.

En ese pueblo conocieron el frío, una sensación nueva. Junto al río Medellín, Yonatan recuerda ese gélido trayecto y hace una mueca de dolor. Al atardecer, los últimos rayos siluetean las montañas que van desapareciendo lentamente en la oscuridad de la noche.

—El clima de Medellín es mucho mejor, más caliente, como al que estábamos acostumbrados en Isla de Margarita —dice Yonatan, que camina con sus pies curtidos sobre las riberas, y mira la autopista de soslayo—. Solo queremos irnos, que nos ayuden a irnos de acá.

Las 40 personas llegaron a Medellín el miércoles de esta semana. Después de Pamplona estuvieron en Bucaramanga y luego en Bogotá, donde pasaron el 24 y el 31 de diciembre. Sin conocer la capital de Antioquia, preguntaron cuál era el rumbo para ir a Necoclí, su próxima parada. Alguien les dijo que siguieran el río. Después de caminar tres horas con las maletas a cuestas, sudando, reconocieron que estaban perdidos y que seguir el camino no tenía propósito.

Ya había caído la tarde y una brisa fría, que soplaba con insistencia, advertía sobre un posible aguacero. Contra el tiempo armaron las carpas y se metieron en ellas. Entonces llegó alguien a decirles que no podían estar ahí, que ese suelo tenía dueño y que lo mejor era que se movieran. Como toda la vida la han pasado junto al agua, buscaron un espacio de cara al río; escuchar el agua en la madrugada, cuando el ruido de la ciudad queda en suspenso, podría brindarles un poco de sosiego.

Pese a estar contaminada, el agua del río Medellín le recuerda a los hijos de Yonatan y Albany sus días felices en Isla de Margarita. FOTO: ESNEYDER GUTIÉRREZ

Así fue como armaron las carpas bajo el palo de mangos. La primera noche en Medellín la pasaron mal. Como temían, se aflojó un aguacero que los inundó. Poco sirvió el plástico que tersaron sobre las carpas, tampoco ayudaron las ramas de los árboles.

Al día siguiente, en cambio, la mañana se ofreció prístina. El grupo comenzó a adaptarse al clima, al ruido constante de los carros, al castañeo del metro sobre los rieles. Estos cuatro días junto al río la han pasado en medio de una rutina en la que el tiempo parece no existir. Solo el cumpleaños de Albany los ata a la realidad, a la fecha que marca el calendario.

Ninguno quiere quedarse en Medellín, por el contrario, esperan irse para Necoclí lo antes posible. Por eso están pidiendo ayuda para conseguir los pasajes de bus. Solo saben que Necoclí es un pueblo junto al mar, como Isla de Margarita, y que está cerca del Darién. Pero Yonatan dice que van a ciegas, que no tienen detalles de nada. La selva les provoca miedo, como es lógico, pero van convencidos de que vencerán, de que Dios está de su lado.

Para conseguir los pasajes de bus están vendiendo dulces. También necesitan comida y pañales. El grupo está conformado por 18 niños, sin duda los que más han sufrido durante el trayecto. En las noches, los menores duermen en las carpas, hacinados, mientras los adultos la pasan al exterior, bajo el palo de mangos, aguantando el rocío de la madrugada.

Como están acostumbrados a sumergirse en el agua, los menores se bañan en el río, desafiando las corrientes y la contaminación. No tienen más opción. En el campamento, cada tanto, se levantan olores desagradables, especialmente cuando sopla el viento o el sol da sobre el río.

La familia acampa junto a un grupo de otros 40 migrantes, que se quedaron varados a la orilla del río Medellín. FOTO: ESNEYDER GUTIÉRREZ

—Lo malo del río es que tiene corriente, pero es muy bueno. Nos clavamos y nos tomaron fotos —dice una de las hijas de Yonatan y Albany, una muchacha de 15 años que sueña con volverse una celebridad en Estados Unidos—. ¿Conoces a Nicky Minaj, a las Kardashian? Pues así quiero ser yo.

El río también lo utilizan las adultas para lavar la ropa. Bajan hasta una plataforma de cemento y se inclinan para alcanzar el agua. Sobre el suelo hay piezas de lego desperdiciadas, recubiertas de tierra, que los niños han abandonado. Pero el único juguete que tienen es un peluche que también han lavado en el río para quitarle la suciedad.

—Como el niño Jesús no me trajo nada, espero que me regalen una muñeca. Mi hermanito quiere una pista de carros. También quiero una mochila para cargar mis cosas —dice una de las hijas menores de Yonatan y Albany.

Dentro del grupo hay dos personas con discapacidad. Una de ellas es un muchacho de 17 años, sobrino de Albany, que hace un año sufrió un accidente y le dio una trombosis.

La familia puso un tarro, un “pote”, para reunir monedas y crear un fondo que les permita comprar los pasajes hacia Necoclí. Una vez pasen el Darién y lleguen a Panamá, creen, la situación será más manejable, pues en ese país tienen una familiar que les ofreció posada. Quieren estar allá unos días recuperándose para luego seguir el viaje hacia Texas, Estados Unidos, el destino final.

Mientras que la quinceañera se sueña convertida en una celebridad, el anhelo de Yonatan es mucho más modesto. Dice que se conforma con abrir un negocio, como una venta de perros calientes, para mandar plata a Venezuela. Aunque tiene 33 años, las penas y dificultades le han pasado factura, y sobre su cara se perfilan incipientes arrugas.

de perros calientes, para mandar plata a Venezuela. Aunque tiene 33 años, las penas y dificultades le han pasado factura, y sobre su cara se perfilan incipientes arrugas.

El campamento de la familia venezolana es solo una cara de la trágica situación migratoria que vive el continente. Desde el año pasado se han visto campamentos similares de migrantes varados. Los alrededores de la Terminal del Norte han sido el escenario, donde las personas, con resignación, han cocinado y dormido a la espera de un pasaje que los acerque al sueño americano.

Las cifras del servicio de migración panameño indican que por el Darién pasaron 248.000 personas en 2022, muy por encima de los 133.276 que lo hicieron en 2021. La mayoría, unos 150.000, según el gobierno panameño, fueron de origen venezolano. Es un drama masivo.

Albany, pese a todo, dice que van para adelante, que nadie va a detenerlos. En el fondo espera que su cumpleaños 37 sea en Texas, con torta incluida, y no bajo el palo de mangos que crece junto al contaminado río Medellín.

Las cifras del servicio de migración panameño indican que por el Darién pasaron 248.000 personas en 2022, muy por encima de los 133.276 que lo hicieron en 2021. La mayoría, unos 150.000, según el gobierno panameño, fueron de origen venezolano. Es un drama masivo.

Albany, pese a todo, dice que van para adelante, que nadie va a detenerlos. En el fondo espera que su cumpleaños 37 sea en Texas, con torta incluida, y no bajo el palo de mangos que crece junto al contaminado río Medellín.

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