EL VENEZOLANO COLOMBIA | VOA
“¡Ay, al fin, muñeca!”. Amanda (*), una profesora de liceo retirada, de 70 años, acaricia y habla en tono íntimo con la pantalla de la Indian Dreaming o Sueño Indígena, una máquina tragamonedas en la que juega esta tarde de mediados de agosto en un casino venezolano.
Tres íconos de hachas se alinean en filas consecutivas en su partida, luego de varias apuestas que minaron a cuentagotas su crédito de 10 dólares en uno de los dos sitios de envite y azar abiertos en el último año en el norte de Maracaibo, una de las ciudades más pobladas del país.
Doce de los 14 botones blancos y rojos que están ante ella sirven para determinar cuánto dinero invertirá en ligar combinaciones de símbolos de indios, chozas y tótems. Pulsa los de 125, 250 y 500 créditos, que suponen entre uno y cinco centavos de dólar por jugada.
“No quiero que se me acaben”, confiesa, alegre. En la primera media hora, intenta estirar el tiempo mientras meseros con chalecos brillantes ofrecen sándwiches, embutidos, cafés, tés o agua gratuitos. Hay quien ordena alguna bebida con mayor grado de alcohol.
Es la primera vez que visita el sitio de envite, ubicado en el lobby de uno de los hoteles más lujosos de Maracaibo, antes conocida como una joya petrolera, pero donde su gente hoy dice percibir con mayor acento los aprietos económicos de la nación. Se asemeja a un búnker capaz de repeler coletazos de la crisis.
En algún momento de la tarde se siente una fluctuación de energía eléctrica, que es algo común en la ciudad, pero no altera la rutina, el aire acondicionado ni el bullicio del amplio local, con docenas de máquinas luminosas, una gigantesca ruleta y mesas de juegos de cartas, como el póker y el Blackjack. Una planta generadora impide cualquier interrupción eléctrica.
Y las canciones de la banda mexicana Maná siguen su curso, con letras que parecen calzar en asuntos de azar y apuestas: “me vale lo que piensen y hablen de mí”, “no para de llover”, “déjame entrar”, “deja clavarme ya”.
Amanda hace nuevos mimos a su máquina. La palmea, como intentando detener varias de las ruletas para que aterricen exactamente en los íconos que pueden darle, ocasionalmente, algunas ganancias y alegrías. “Lo mío es tratar de no perder. Aquí paso un rato agradable”.
La “perdición”
Los casinos y salas de bingo comenzaron a operar legalmente en 1997 en Venezuela. Generalmente estaban plenos de gente, abiertos los siete días de la semana. Los legisladores y gobernantes de la época aprobaron una norma para organizar las actividades lúdicas.
Esas reglas, aún vigentes, exigen que ese tipo de negocios funcionen en zonas turísticas, que se inauguren luego de aprobarse en un referendo consultivo organizado por el Estado en su parroquia, y que se ubiquen a 200 metros de centros educativos, templos y hospitales.
El chavismo, ocho años luego de llegar al poder, desarrolló una alergia al envite y el azar. Su fundador, el expresidente y militar retirado Hugo Chávez, escaló sus críticas hacia ese tipo de juegos apenas semanas después de reelegirse para un segundo mandato.
En 2007, Chávez comenzó a mencionarlos en sus discursos públicos junto a “sitios de prostitución” y “ventas de drogas” frecuentados por quienes llamó “personas de clase alta” o la “burguesía”, y prometió entonces eliminarlos del todo. Para él, eran sitios “de perdición” que promovían la “legitimación de capitales” y el “lavado de dinero proveniente del narcotráfico”.
Pasaron cuatro años de reproches oficiales contra casinos y bingos en Venezuela. Las Gacetas del gobierno, como la del 21 de febrero de 2011, incluían afirmaciones de que esos juegos eran “susceptibles de ser utilizados por la delincuencia organizada”.
Tras múltiples operativos policiales, multas millonarias, revocatorias de permisos y cierres temporales, Chávez firmó un decreto en 2011 para prohibir el funcionamiento de los casinos, salas de bingo y máquinas traganíqueles en Venezuela.
Sindicalistas denunciaron entonces que la medida presidencial desempleó a unas 100.000 personas. Funcionarios y políticos del chavismo solían recordar que ese sector económico acumuló entre 2003 y 2009 deudas milmillonarias con el Estado por regalías y multas.
Esos tiempos dejaron edificios de casinos que aún permanecen abandonados. Uno de los más llamativos en Maracaibo es el Seven Star, un monumento al lujo de otrora, enclavado en una de las avenidas más transitadas de la ciudad, Delicias, pero que hoy se pierde a la vista, cada vez más escondido entre brotes de montes verdes y suciedad.
La frondosidad de las matas sin poda y el verdor que nació desde el mismo asfalto donde antes hubo un estacionamiento confirman el abandono. Ramas secas están esparcidas por doquier. El andamio que soportaba el techo de la entrada ahora se muestra desnudo, entre barras metálicas oxidadas, a pocos metros de una fuente blanca sin agua.
El antiguo casino es un cascarón vacío desde hace una década. Sus dueños fueron llevándose poco a poco los inmuebles, máquinas y todo aquello que pudiera desvalijarse, cuenta uno de sus custodios, un hombre alto que se aproxima celosamente a preguntar el propósito de quien tome una foto de su fachada o siquiera se acerque a ella.
“No creo que lo vayan a volver a abrir”, dijo el vigilante.
Los casinos clandestinos y el fin del veto
El veto gubernamental de 2011 dio paso a casinos clandestinos. Incluso, un puñado de familias replicó al calco en las salas de estar de sus viviendas esos juegos de envite y azar: tenían máquinas traganíqueles, puntos electrónicos de pago, ofertas de comida y bebidas gratuitas, y hasta servidores para atender a jugadores de su círculo de confianza.
En una misma semana de 2013, la policía del estado Zulia reportó los cierres de dos salas de juego ilegales, el decomiso de 67 máquinas traganíqueles y el arresto de cinco personas.
Si bien esas actividades no han cesado en la ciudad, su prosperidad se redujo a niveles de mediocridad entre el temor a operativos policiales y la masiva migración de dueños y clientes, confiaron a la Voz de América fuentes familiarizadas con esas actividades ilícitas.
En el último año, instituciones del Estado informaron del “desmantelamiento” de al menos dos casinos clandestinos en el mercado popular de Las Pulgas, en el centro de Maracaibo.
En 2020 el presidente venezolano y delfín político de Chávez, Nicolás Maduro, levantó el veto gubernamental a las actividades lúdicas.
En plena pandemia del coronavirus, Maduro reveló que abriría un casino propiedad del Estado en el Hotel Humbold, en Caracas, para “apuestas ilícitas” con divisas y criptomonedas que permitieran al gobierno adquirir recursos para invertir en la salud y la educación.
En septiembre de 2021, la prensa local publicó una lista extraoficial de 30 salas de juegos de envite y azar que recibieron permisos para operar en diferentes regiones del país.
Si bien el gobierno no confirmó la información, coincidió con la apertura de dos casinos en hoteles de Maracaibo, entre ellos donde Amanda y Diana conjuran íconos aborígenes.
La buena pro al sector lúdico ocurrió luego de ocho años de pérdidas de 80 puntos porcentuales en el Producto Interno Bruto de Venezuela, un extenso ciclo de hiperinflación y el desplome progresivo de la industria petrolera del país.
También se concierta con lo que expertos han llamado “un pequeño rebote económico” en Venezuela.
Hay especialistas que dudan del efecto positivo de abrir casinos y salas de bingo en una nación que apenas comienza a dar pasos a la puerta de salida de un coma económico. Pero existen otros, como el economista Luis Oliveros, que lo ven como “una buena noticia”.
El aumento de ingresos fiscales y de puestos de trabajo debe haber mejorado gracias a la actividad de casinos nuevos o reinaugurados, advierte Oliveros, aunque el Estado no revela cifras de esas operaciones económicas.
“Lo veo como una buena noticia que haya casinos en el país, que estén trabajando, pero ojalá que el gobierno publicara cifras de cuánto están recaudando” en impuestos, dice el economista.
Entre la opacidad estatal sobre el tema, la ONG venezolana Acceso a la Justicia advirtió que esto puede ser caldo de cultivo para actos corruptos y el debilitamiento institucional.
El antichavismo reprochó la apertura extraoficial de 30 casinos en Venezuela y exigió una investigación. El diputado opositor Marco Aurelio Quiñones, del Parlamento electo en 2015, criticó que prosperen esos negocios en un país que vive una “emergencia humanitaria” y donde los salarios mínimos mensuales apenas rondan los 30 dólares.
La distracción
Camila (*) empuña una ficha de 10 dólares mientras espera, de pie y feliz, a que terminen de girar las líneas de su máquina, la Wolf Run. Ha ganado 60 juegos gratuitos que, entre ruidos agudos, suman y suman créditos a su cuenta. Prefiere estar allí que “aburrida en casa”, dice, con un tapabocas reposando bajo el mentón.
Esta venezolana recién enviudada, de 78 años, es jugadora asidua de uno de los dos casinos abiertos desde septiembre del año pasado en el norte de Maracaibo, a apenas unos pocos kilómetros de la costa occidental del lago más extenso de Suramérica.
Una vez por semana va a probar suerte en máquinas traganíqueles, tomar bebidas gratis y a hacer nuevas amigas. “Yo me he sentido siempre bien aquí”, cuenta. Describe el sitio como un lugar ideal para “pasar un momento, sin contratiempos, bien atendida”.
La mayoría de las personas dispersas esta tarde entre docenas de máquinas tragamonedas y mesas son mujeres de la tercera edad, retiradas de sus oficios.
Una vecina, contemporánea, la acompañó el año pasado en su primera visita al casino. No ha vuelto desde entonces. “No pudo más por la falta de dinero”, confía Camila, ahora sentada a pocos metros del premio gordo que el lugar ofrece para celebrar su aniversario.
Es un carro último modelo, un Ford Camaro amarillo y negro, idéntico a uno de los personajes más populares de la película Transformers, Bumblebee. Los servidores de chalecos incandescentes reparten un único formulario color púrpura a cada jugador para que lo llene con sus datos y deposite en un biombo transparente. En septiembre lo rifarán, prometen.
Camila no tiene interés por el auto. Ella, de hecho, decidió vender su carro hace meses porque requería de repuestos muy caros y, además, por la escasez de gasolina en la ciudad.
Su mayor ganancia en el casino fue de 120 dólares, precisa, antes de las 6:00 p.m. Es la hora más esperada: entre los papelitos amarillos depositados en un biombo, seleccionan a uno de los centenares de jugadores de la jornada para premiarlo con dinero en efectivo.
Lo giran y meten la mano. ¡Sorpresa! Camila escucha su nombre en la voz del animador. La cantidad de dinero que recibirá se sabrá cuando lance un par de dados, con posibilidades de obtener entre 10 y 360 dólares. El premio aumenta los fines de semana a un techo de $500.
Las piezas ruedan. Gana 40 dólares. “¡No me fue mal!”, dice, bromista, mientras espera a un familiar que le dará un aventón desde el casino hasta su casa. Para ella, la tarde es redonda.
“Esta es la distracción que me entretiene”, apunta. “Y, ahora que estoy sola, más”.
Amanda por su parte insiste en consentir a su máquina del Sueño Indígena, tratando de cazar una racha ganadora al final del día. Mientras, una amiga le da consejos desde dos asientos de distancia.
“¿Ya la moviste?”, le pregunta Diana (*), ama de casa, de 72 años, refiriéndose a alternar los montos de sus apuestas para buscar un resultado distinto. Es una cábala aprendida.
Casualidad o no, gana 15 juegos gratuitos consecutivos tras elevar su apuesta. “Cuando uno dice ‘nos vamos’, ella dice ‘no’, y te pone a ganar”, cuenta Amanda, feliz por sus nuevos créditos. Pero, a los minutos, rondas de pésima suerte la despojan de sus 10 dólares.
Diana, en cambio, sacó frutos a los 20 dólares que trajo consigo. Entre ambas, invirtieron 30 dólares y ganaron 10 a la casa de apuestas en sus tres horas de entretenimiento.
La docente jubilada se complace por la buena suerte de su compañera, y la corona con una frase. “Esto es un lavado de cerebro, uno se olvida del tiempo. Se pasa un rato agradable”.