Cometí el más grave delito bajo una dictadura: expresarme libremente | Por: Ruhama Fernández

➥La autora es youtuber y activista por la libertad de Cuba

Al amanecer del 10 de agosto de 2021, escuché materializarse la combinación de sonidos que por tanto tiempo me habían aterrorizado. Varias veces imaginé cómo sonarían los carros y motos llegando a mi puerta si un día fuese arrestada.

Es lo qué pasa cuando se es libre en un país sin libertad.

Luego de ser una de las manifestantes del 11 de julio cuando por primera vez desde 1994 Cuba se lanzó a la calle exigiendo sus derechos, de participar en campañas por la liberación de los cientos de presos, de pedir ayuda para nuestra causa ante el líder de la minoría republicana del Congreso de los Estados Unidos y viviendo por cuatro semanas escondida, llegó el momento. 

A las seis de la mañana escuché los sonidos que tanto temía. Temblando y sin saber aún si era una falsa alarma más, llamé a mi amigo Omar. Desde Alemania fue la ventanita para que el mundo supiera de la injusticia que se estaba cometiendo. El teléfono estaba en altavoz cuando casi me da un infarto, escuché como tocaban fuerte mi puerta, como solo lo hace quien es dueño y puede apropiarse de todo. No contesté, rodearon la casa y me llamaron por la ventana, no tenía opción así que respondí como si me acabara de levantar:

– Ya va, ¿qué sucede?.

Vestida aún con ropa de dormir, el teléfono en altavoz, sin dejar de temblar y el corazón latiendo próximo a detenerse, abrí la puerta. Como si se tratara del más vil de los delincuentes, me esperaban 13 personas. Entre ellas un camarógrafo que desde el primer instante comenzó a grabar. Lo acompañaban agentes de la Seguridad del Estado, policías, oficiales de criminalística del Ministerio del Interior y un Mayor. Todo eso para apresar a una joven que posee como única arma su teléfono y como más cruel delito expresarse libremente.

Con una orden de allanamiento revisaron cada centímetro de mi hogar, me sentí violada, estaba sola, rodeada de personas hostiles e indefensa

Con una orden de allanamiento revisaron cada centímetro de mi hogar, me sentí violada, estaba sola, rodeada de personas hostiles e indefensa. Metieron cada dispositivo que usaba para expresarme en bolsas, decían «Criminalística» en unas letras rojas y grandes cual mercancía requisada de traficante.

Tenía que vigilar cada lugar donde tocaban, cada cosa que miraban, temía que lanzaran al piso un paquete de marihuana o algo por el estilo y que esa fuera la justificación para encarcelarme. Los disidentes en Cuba van a prisión por delitos comunes y ya he sido víctima de amenazas como: «Cuando te cojamos con marihuana vas a llorar lágrimas de sangre, tranquila tú vas a caer», por lo que la idea no era tan descabellada.

Luego que revisaran desde el refrigerador hasta la bolsa de basura, firmé un acta que intenté leer lo más detenidamente posible, con la lista de objetos que se llevaban. Las palabras del Mayor al terminar: «Recoge lo que necesites, te vas detenida con nosotros». Nunca se me permitió hacer una llamada, ni mandar un mensaje, al entrar hicieron que apagara el teléfono, y solo pensaba en mis padres, en cómo estarían sin saber de mi. Gracias que el vivir en constante alerta propició que Omar estuvieran escuchando todo, y que horas después las redes explotaron con el #FreeRuhama hecho tendencia.

Así fue como, a mis 22 años, ejecutando el más grave delito que se puede cometer en una dictadura, «expresarme libremente», me encontraba rumbo al Centro de Operaciones y de Instrucción Penal de Versalles en Santiago de Cuba, lugar conocido coloquialmente en mi municipio como «todo el mundo canta», debido a las «situaciones» a las que son sometidos los presos mientras los convencen de que hablen. En una patrulla escoltada por cuatro policías me sentí más digna, más libre y más cubana que nunca.

Al llegar al destino ya me estaban esperando, -parecía una operación con días de planificación- una instructora penal amable y a mi entender algo ciega, recuerdo con claridad entre las muchas cosas que me dijo mencionó que yo tenía que salir de Cuba, para conocer la otra cara de la moneda. Lo irónico es que cuando le pregunté ella tampoco había salido, no conocía la cara que afirmaba era terrorífica.

Ruhama Fernández participó en las protestas populares del pasado 11 de julio en Santiago de Cuba. (Twitter)
Ruhama Fernández participó en las protestas populares del pasado 11 de julio en Santiago de Cuba. (Twitter)

Luego de media hora «conversando», intentando que confesara o quizás buscando de qué acusarme salimos de la oficina, llegamos a un parqueo donde pasé por un corredor tan obscuro que no me veía las manos, y llegando a otra oficina me esperaba un nuevo interrogatorio sentada una silla adherida al piso. 

Setenta y dos horas podían tenerme retenida antes de presentar una causa, me preparaba psicológicamente para lo peor mientras me traían un uniforme azul horrendo y me despojaban de mi nombre siendo la reclusa 560 sin causa ni delito.

Antes de llegar al primer calabozo pasaron a llenarme una ficha médica, cada paso que daba constituía, a mi entender, una sentencia de que no saldría de ese lugar, y ahí estaba la primera celda.

Estaba sola, lo cual agradecía. La fetidez del lugar haría vomitar a cualquiera que hubiese desayunado, no era mi caso

Estaba sola, lo cual agradecía. La fetidez del lugar haría vomitar a cualquiera que hubiese desayunado, no era mi caso, y prefiero no describir las características del olor. El lugar daba miedo y creo que es lo normal, las paredes escritas con citas bíblicas, rayadas como lo hace quien cuenta sus agónicos días y para terminar frases de lamentos, de añoranza y mucho más.

Aturdida, sin procesar aún lo que me pasaba, escuchando ruidos y golpes en las puertas, junto con un calor agobiante ligado a la peste debido a la posición escalonada de las «ventanas» de concreto que apenas dejaban pasar una mínima ráfaga de aire, solo podía pensar en una cosa: «el último mensaje a mi mamá no fue un te amo». Se puso a defenderme de un detractor, varias veces le dije que no lo hiciera, que no se tenía que enojar por cosas tan triviales y mucho menos por mí. Me hubiera gustado en ese momento terminar la frase diciendo: «Igualmente gracias por ser tan maravillosa» pero no fue así, temía no poder decirle: «Te amo» otra vez.

Así divagaba mi mente cuando ese era el menor de mis problemas.

Llegó el mediodía y me trajeron el almuerzo, por una estrecha ventana incrustada en la puerta pasaron la bandeja. La comida podía ser peor, pero imposible para mí probar bocado de las manos de quienes son cómplices y verdugos de esta tiranía y mucho más difícil comer debido a lo asqueroso que olía el lugar. Completa devolví la bandeja y mientras pedía no quedar en el olvido porque mi único respaldo eran los que clamaban por mí, abrieron nuevamente mi celda.

Perdí la cuenta de cuantos interrogatorios fueron, muchas veces extendí la discusión con tal de no llegar a ese lugar de castigo.

En una de las salidas ya no volví a la celda donde estaba sino que me llevaron a una más pequeña, esta vez acompañada. Un lugar asqueroso de dos por dos metros. La litera era como una puerta incrustada en la pared y sujeta por cadenas, un pequeño muro que separaba el baño de la vista de la litera pero de frente a la puerta, con un tubo que soltaba agua una vez al día y ahí mismo donde caía el agua estaba la letrina.

Sentí miedo cuando al entrar la carcelera sacó por cinco minutos a la compañera de celda, pensé que le daba instrucciones de golpearme, quizás así fue pero no de modo físico.

Continuaron los interrogatorios y era más de lo mismo y entre cada amenaza:

«¿Quién te paga por hacer lo qué haces?»

«¿Quién te influencia? Eres una joven manipulada».

Como si mi intelecto no fuera suficiente para descifrar la realidad de Cuba y dependiera de su utópico paraíso notiburlesco que dista mucho de lo que vive el cubano de a pie

«¿Qué relación tienes con Alex Otaola?»

«¿Quién dicta tu discurso?»

Preguntas típicas repetidas una y otra vez para no aceptar la realidad, que hay una juventud pensante posicionándose cada vez más fuerte con ideas políticas fundamentadas. Según mis represores, quien salió el 11J fue por embullo. Cualquiera diría eso frente a un mayor y con tal de salir de los lugares donde los encierran.

En el penúltimo interrogatorio antes que la instructora penal se fuera tuve un rayito de luz entre tanta oscuridad. Me estaban buscando, alguien había dado conmigo

En el penúltimo interrogatorio antes que la instructora penal se fuera tuve un rayito de luz entre tanta oscuridad. Me estaban buscando, alguien había dado conmigo. Me reservaré el nombre de ese ángel para guardar su integridad física. Allí estaba, pidiendo por mí, informando a mi mamá de cómo y dónde me encontraba. Luego de caminar dos kilómetros a pie bajo el sol y las lomas de Santiago de Cuba, mis lágrimas se salieron de felicidad, no estaba sola.

Pero luego de esa bocanada de aire fresco volví a descender al averno cuando volví a la celda, no solo por el lugar, o porque se estaba haciendo de noche y en breve no podría ver mis propias manos, ni porque al tener la necesidad de bañarme -al llegar el agua- se había quedado la celda llena de humedad y más claustrofóbica que nunca, sino porque la señora que estaba junto a mí, que temía hubiese recibido instrucciones de los carceleros, pasó de contarme de sus hijos, de por qué estaba ahí -según ella, asesinato- y de su proceso, a lanzar comentarios como: «Vamos conmigo para la prisión, yo te cuido, mi novia tiene tu edad» y, cuando por fin logré librarme de su conversación y simular mi somnolencia frente a la pared, se levantó y jugando con mi pelo hizo una serie de preguntas como:

«¿Has estado alguna vez con una mujer?»

Tenía miedo, era una mujer negra, alta, de 32 años, según ella, imputada por asesinato. Mi respuesta fue levantarme y sentarme en una esquina de la cama, quitarle su mano y situarme lo más lejos posible. Cualquier cosa que yo hiciera podría agravar mi situación y dar un motivo para levantar cargos en mi contra.

Vi el cielo abierto cuando nuevamente gritaron ¡560! Aproximándose a otro interrogatorio, no sabía qué era peor. Eran alrededor de las ocho de la noche, esta vez no estaba mi instructora sino un mayor del Ministerio del Interior, quien, en el rol de poli bueno, intentaba convencerme con argumentos del noticiero y del Granma que todo mi pensamiento estaba errado.

Nuevamente intenté extender la charla, pasar la puerta de una de esas celdas es como entrar a un mundo de terror, por fuera las oficinas con cristales, secretarías con uniformes impecables y cuidados jardines, pero dentro, un lugar hostil creado para domar tu pensamiento. En serio, pedía no llegar allí de nuevo. Después de terminar de dar su punto el mayor llamado Abel -si mal no recuerdo- me hizo firmar un papel que me dió la «libertad», me entregaron las pertenencias y me montaron en un auto acompañada de dos agentes de la Seguridad, un carro que parecía de un ministro.

Fue imposible recostarme siquiera del asiento, no asimilaba lo que estaba pasando mientras quien me escoltaba al lado intentaba acceder a mí pasando el shock que me paralizaba con un pésimo intento de ligoteo llegando al acoso. ¿Quién tiene la mente tan perversa como para pensar que siendo la causa de mi trauma podrían establecer un vínculo?

Me dejaron en mi casa -de la cual no tenía llave- como a las nueve de la noche. Esperé que se fueran y salí corriendo unos cuantos kilómetros para llegar a casa de una pareja de ángeles que me acogieron y avisaron a todos que estaba bien.

Lo reconozco, tengo miedo, soy humana, predicar la libertad siempre ha sido mal visto por los que ostentan poder y superioridad

He vivido muchas situaciones difíciles, de acoso, hostigamiento, amenazas a mí y a todos los que amo, de ser desnudada sin motivo alguno en una oficina, recibir llamadas con amenazas de muerte solo por pensar, informar y enseñar de libertad, pero nada se compara con el estrés al que te puede someter una dictadura que no mata tu cuerpo pero destruye tu alma y la vida como antes de expresarte libremente la concebías, aleja a los que amas, y hace que por solo el sonido de un llamado a la puerta ya tengas listo un tuit en la sección borradores diciendo: «si en 20 minutos no contesto a mis redes, me llevaron».

Lo reconozco, tengo miedo, soy humana, predicar la libertad siempre ha sido mal visto por los que ostentan poder y superioridad ya que hace temblar la hegemonía de su privilegio pero la búsqueda de ella no ha muerto. Cada segundo de encierro de quienes la han defendido ha valido la pena, comenzando por los plantados, que fueron torturados y vivieron décadas de opresión, y terminando por mí, sometida desde que comencé a la soledad física más absoluta, pero vale la pena, por eso no claudicamos.

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