«El Castillo» es ahora un laboratorio de innovación social que incluye migrantes

➥ Conocido por la prostitución y la venta de drogas, se ha transformado en un sitio único, donde las trabajadoras sexuales, personas sin hogar, trans o migrantes que viven en este barrio pueden atender talleres de fotografía o peluquería y clases de "pole dance" o asistir a conciertos y exposiciones

EL VENEZOLANO COLOMBIA

En uno de los grandes prostíbulos de Bogotá, de los principales centros de explotación sexual, ahora se baila «pole dance» por gusto en la misma pasarela donde antes las mujeres trabajaban por unos cuantos billetes.

El Castillo, en el barrio de Santa Fe, conocido por la prostitución y la venta de drogas, se ha transformado en un sitio único, donde las trabajadoras sexuales, personas sin hogar, trans o migrantes que viven en este barrio pueden atender talleres de fotografía o peluquería y clases de «pole dance» o asistir a conciertos y exposiciones.

Con una minifalda de tul y en sujetador, Valentina agarra la barra, levanta todo su cuerpo, alza las piernas, las pasa por detrás de la espalda y da una vuelta en el aire para caer elegante y sensualmente al piso de nuevo.

Otras compañeras -trans o no binarias como ella- intentan imitarla en el escenario que corona la sala principal del Castillo, que con las galerías -hoy convertidas en un museo de la noche- y la gran barra en la entrada -transformada en una biblioteca para ofrecer libros en vez de copas- dejan poco a la imaginación.

Tampoco dan pie a equívoco las salas de los pisos superiores, con espejos en forma de corazón en el techo, falsas paredes que ocultan escaleras y fotografías de personas manteniendo relaciones sexuales en las paredes.

LA TRANSFORMACIÓN DEL CASTILLO

Este Castillo era antes un club nocturno, pero tras la extinción de dominio por las autoridades cayó en manos de la Alcaldía de Bogotá que lo rescató para convertirlo en un refugio para la diversa comunidad del barrio.

«Es un laboratorio de innovación social que a través de las artes busca una reactivación económica, pero también una transformación social del territorio (…) y de los imaginarios», explica Ana María Parra, de la Línea Arte y Memoria sin Fronteras del Instituto Distrital de las Artes (Idartes).

Quizás lo más importante, lo que destacan quienes entran al Castillo de las Artes, es que les da empuje en su rutina. Polo, un actor que habita en la calle, sabe que los lunes y jueves tiene que salir a vender o recoger basura para reciclarla pronto para estar a las 3 puntual en sus clases de teatro.

Su sueño era volver a tener un grupo de teatro y subirse a la tarima frente al público; «de pronto se va a cumplir y vamos a volver a tener grupo».

Algo parecido les pasa a les integrantes del Ensamble trans, que desde junio, cuando comenzó la programación mensual del Castillo, se vuelven a reunir para bailar y actuar.

«Para nosotras ha sido como una especie de escapatoria del trabajo sexual y hacer otro tipo de actividades», alega Marcela Agrado, una de las mayores del grupo.

Empezaron una veintena y cada día son más. De momento están decidiendo cuál será su siguiente función, pero ya tienen algunas ideas: «queremos que esta vez el ‘show’ sea más pluma, más brillo», clama Samantha, une joven no binarie.

LAS DIFICULTADES DEL BARRIO

El edificio colinda con la Avenida Caracas, una de las arterias de la capital, y tiene al frente La Piscina, otro gran club nocturno. Alrededor todo son pequeños comercios, vendedores ambulantes, carros de recicladores y «paga diarios», hospedajes donde pasan la noche quienes no tienen para pagar un alquiler mensual y tienen que vivir al día.

En la calle del Castillo, como bien explica Marcela, ejercen las mujeres cisgénero, algunas de ellas menores de edad que «no deberían estar ejerciendo»; en la calle de detrás se paran ellas, las divergentes, las que históricamente no fueron consideradas mujeres aunque lo sean, que se enfrentan a muchas más violencias.

«Llevamos 7 chicas trans en diferentes circunstancias maltratadas, golpeadas, agredidas, abusadas…», lamenta Marcela, que sabe bien lo que es la exclusión, el maltrato y el trato indecente de la sociedad y la Policía.

Ahora quiere «recuperar a nuestras chicas, sacarles del confort y enseñarles que hay otras actividades que pueden hacer para expresarse como mujeres trans en toda la libertad de su género».

Cuando salen las chicas del Ensamble Trans de su clase, una mujer, vendedora ambulante, se asoma a la puerta: «Yo antes trabajaba aquí», dice, mientras pregunta cortada por la programación y teme que le puedan volver a discriminar por ser lesbiana. En la puerta le señalan un cartel: «el extraño será bienvenido y su extrañamiento será motivo del conocer»

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