No voy a escribir sobre cómo y cuándo me enfermé o sobre los síntomas. Hay tomos escritos sobre el tema. Solo quiero decir que estoy agradecida. Agradecida a Dios de quien suelo acordarme cuando estoy en apuros, ahora lo tendré un poco más presente. Agradecida a mi familia que el chavismo dispersó por tres continentes, pero que no dejó un solo día, y varias veces cada día, de enviarme mensajes de amor y solidaridad.
Agradecida a mis amigos, sorprendida al saber que tenía muchos más de los que imaginaba. No sé si eso de las energías positivas existe o es superchería, pero parece que están ahí y mal no hacen.
Agradecida de haberme enfermado en mi destrozado país, en mi Venezuela que se niega a desvanecerse. Agradecida de pertenecer a la escuálida minoría que conserva un seguro de hospitalización que logró sobrevivir a la tabla rasa con que el régimen canalla despojó de ellos a todos sus servidores públicos jubilados. Cada vez que me extraían sangre, me inyectaban un coctel de retrovirales, me tomaban la presión arterial, mi mente se desplazaba hasta mis hermanas y todos los amigos jubilados de la UCV, y de otras instituciones, que no podrían sufragar ni medio día de atención clínica privada.
Cada mañana, cuando la enfermera o enfermero venían a saludarme con una sonrisa y, según su humor, me decían chama o abuela, pensaba en los miles de venezolanos hacinados en hospitales públicos y en el Poliedro de Caracas, por la desgracia de una revolución que destruyó el sistema de salud e hizo de la pobreza y del dolor humano su mayor logro.
Agradecida de saber que el odio de Hugo Chávez por Venezuela, a la que regaló a Cuba, atropelló, desplumó, hundió y arruinó, no logró destruir el alma de su gente. En el segundo renglón de su odio estaban los médicos, a quienes humilló, persiguió y obligó a emigrar en masa.
Son esos médicos que hoy nos llenan de orgullo por su desempeño en distintos países. Me he preguntado tantas veces el porqué de ese odio y la única respuesta que encuentro es que el médico más cercano a Chávez, Jorge Rodríguez, debe ser un admirador del doctor Mengele, el «ángel de la muerte» de Auschwitz.
Pero allí, en el Hospital de Clínicas Caracas, están tantos médicos jóvenes y enfermeros y enfermeras conscientes de que su profesión jamás les dará lo suficiente para vivir con comodidades, pero seguros de que deben cumplir una misión con su país y con su gente.
Agradecida de conservar la memoria y algo de lo que fue mi voz de cantante frustrada, para poder grabarles a mis cuatro bisnietos colombianos y dos gringuitos, las canciones infantiles que aprendí hace casi 80 años en mi escuela primaria. Me hace ilusión que les sirvan para no perder la conexión con las raíces venezolanas de sus padres y abuelos.
Agradecida a la doctora Jeannette Reyes, joven infectóloga que comenzó como interna en el HCC y hoy es una especialista respetada y querida. Es como un ángel con bata blanca.Agradecida al neumonólogo Eduardo Fullop a quien nunca debieron pedirle que hiciera el juramento de Hipócrates al graduarse porque lo trajo insertado en su cerebro y en su alma al momento de nacer.
Agradecida de estar viva para poder agradecer, aun cuando todavía dependo del dispensador de oxígeno.
Agradecida a los lectores que hayan tenido la paciencia de leerme.
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