Cuando un ejercicio de gobierno se apega al autoritarismo, su praxis tiende a desconocer toda obligación que, aunque ordenada por sus mismos estamentos de poder, inhiba su predisposición de actuar a instancia de sus intereses más inmediatos.
De cualquier manera, toda decisión en ese sentido es reveladora de una actitud no sólo atentatoria de la institucionalidad representativa de principios que cimientan la dignidad de un Estado que se precia de su esencia, objetivos y valores. Igualmente, es indicadora del cúmulo de problemas que sostienen contradicciones que bloquean y anulan buena parte de disposiciones elaboradas ante un horizonte calculado con base en promisorios argumentos.
De modo que toda pretensión que emane de un gobierno que se contradiga en términos de lo que invoca su propia normativa constitucional, es una manifiesta demostración de lo que no es un ejercicio democrático de poder. O sea, un ejercicio antidemocrático de poder. El tramado control de la acumulación de poder, es el problema mayúsculo que padece la política. Sobre todo, cuando su ejercicio se desvía del canal operativo del cual, en un momento, se valió para afianzar su proyecto ideológico.
Sin embargo, no siempre las realidades se topan con problemas derivados de situaciones envueltas en el fragor de contrariedades como las arriba expuestas. Pero con las se consigue, no logra contenerlas. Más, si son confiscadas por crisis de toda dimensión y contenido que merodean por doquier.
Es ahí cuando la política se extravía de lo que dicta su razón de ser. Se aprovecha de las coyunturas que se abren en medio de las crisis que la política intenta encarar sin resultado alguno. Y así dispone del poder bajo su autoridad a fin de ordenar imposiciones encubiertas de una dudosa legalidad. Pero que dirigida en función de crear un ambiente de dominación que permita hacer lo que, con auxilio de la improvisación, la arbitrariedad o la inmediatez, logre su apetencia por concentrar más poder. Pero más poder, ante el temor que le infunde cualquier posible oclusión o defenestración de su ejercicio.
Esa política de troglodita compostura, no reconoce que la democracia es el único medio mediante el cual puede arrogarse el manejo del poder como forma de gobierno para motivar la apertura de sociedades abiertamente comprometidas con las libertades y los derechos humanos. Sociedades que adoptan decisiones con el propósito de coadyuvar al gobierno a lograr objetivos en las áreas de mayor integración.
Pero las realidades solicitadas por una praxis de excelsa política, disciernen de situaciones dominadas por variables de oscuro matiz. Todas dignas, de una cruenta rivalidad. No obstante, hacia ellas apunta todo gobierno adentrado en ejercicios de autoritarismo. Más, si es hegemónico.
EL CASO VENEZUELA
Eso, desafortunadamente, es el caso Venezuela. Un régimen que en medio de la crisis provocada por la pandemia, siguió sumiendo a la población en una crisis política, social y económica. O sea, en un caos causado por el temprano agotamiento del modelo económico-militarista impuesto a manera de modelo de desarrollo. Pero que arrastró una crisis del tipo de acumulación, tras otra del tipo de dominación vigente. Y en la mitad de tan caótico estado de hechos, el régimen político se empeñó en aferrarse al poder “sin ton ni son”.
No obstante, el problema se extendió una vez que la tozudez del régimen hizo que su estabilidad se aguantara sobre un ejercicio de usurpación del cual se valió para manejar el poder a su entero capricho y necedad. En consecuencia, entendió la racionalidad que demandaba atender la crisis de salud, sanitaria o médica que trajo la incursión biológica del virus SARS Co-2. Virus éste con una enorme capacidad para causar estragos. Cual estado de guerra, sin que para ello se disparara una sola bala, o un solo cañonazo.
Fue la oportunidad que mejor advirtió el régimen para imponer su voluntad, a costa de la mendicidad padecida por la población por falta de alimentos y el cuadro de salud que el temido virus ocasionó desde un principio. Así que convirtió el confinamiento ordenado por la Organización Mundial de la Salud, OMS, a modo de prevención, en un asfixiante mecanismo de “control social” Que no sólo afectó individuos y familias. Sino que sirvió de coartada para decretar un intervencionismo que reafirmara la concentración del poder público. Para así acabar de poner a la democracia “contra la pared” confinando su significación y trascendencia. Además, todo esto, acompañado de una crisis de servicios públicos (electricidad, agua, gas doméstico, internet, transporte público, gasolina) provocada por la ineptitud de impugnados y acusados funcionarios “revolucionarios”.
Así que el régimen, apostando a seguir hurgando derechos y libertades mediante la persecución desproporcionada de quienes asumen con valor y entrega el papel de opositor, o por el ejercicio de un periodismo crítico, se empeñó en establecer un esquema de alteración de la ciudadanía. En consecuencia, convirtió la ciudadanía en un rebaño propio de ser sacrificado a expensas del encerramiento ordenado con obesas excusas de un tecnicismo barato. Y pese a que arremetió con un populismo de repugnante calaña para disimular el disfraz de dictadura que bien le ajustó, no contuvo las ínfulas de propietario del circo, para hacer que su más deplorable y patético espectáculo se conociera con el remoquete de “revolución socialista”.
De esa forma, demostró el carácter opresivo con el cual marcaba sus decisiones. En ningún momento, el régimen se compadeció de los abusos cometidos. Tampoco, hizo algo para que la represión se viera confinada. Así que sin medir consecuencias de lo que la insolencia dictatorial y excesos demostraba, cabría preguntarse ¿por qué la represión se incrementó en medio de la pandemia vivida? Simplemente, fue porque el régimen vio en la crisis la oportunidad para desandar en su desgracia. Así, la represión no acató la “cuarentena”.
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