Son tres y están sentados en un muro, frente a un restaurante en el barrio de Chapinero. La niña se muestra intranquila y la madre intenta que no camine hasta la transitada avenida. Mientras, el padre pide dinero. Tiene unos 20 años y se le marcan todos los huesos del rostro. «Venimos de Caracas, llegamos aquí la semana pasada», me cuenta el joven venezolano, que se identifica como Andrés.
Entablo una conversación y nada más escuchar mi acento retrocede, se pone en guardia. Las pocas sílabas que pronuncio actúan como una amenaza al llegar a sus oídos. «Tranquilo, soy cubana, no castrista», le digo para calmarlo, pero el temor está ahí en unos ojos más abiertos que hace un segundo, en un tartamudeo nervioso y en un agarrar sus pocas pertenencias.
Me siento a su lado para aliviar la suspicacia y le cuento mi culpa, una carga pesada que llevo sobre los hombros. «Entiendo lo que están viviendo, nosotros somos responsables de alguna manera», le digo. Sigo hablando, se alivia la tensión y cuenta. «Salimos con lo puesto, madre, todavía tenemos los pies destrozados por la ruta» y muestra unas zapatillas con huecos por los que brotan sus pequeños dedos meñiques.
Es mediodía y la calle bogotana es un hervidero de gente que sale de sus oficinas para almorzar. Para la mayoría de los que pasan, estos tres venezolanos son prácticamente invisibles
Es mediodía y la calle bogotana es un hervidero de gente que sale de sus oficinas para almorzar. Para la mayoría de los que pasan, estos tres venezolanos son prácticamente invisibles. La ciudad está llena de ellos, en cada esquina, en cada semáforo y en cada barrio. Según cifras de Migración Colombia publicadas el pasado agosto, en ese momento había en el país 1.408.055 de estos inmigrantes, un aumento del 11% respecto al primer trimestre de 2019.
Sin embargo, los números pueden estar lejos de la realidad porque muchos migrantes permanecen en el país de manera irregular o están en proceso de legalizar su estatus. Basta transitar las calles de la capital colombiana, acercarse a los pueblos fronterizos o pasar unas horas en alguna oficina de trámites de una cédula de identidad y la envergadura de este éxodo toma dimensiones impresionantes.
A las afueras de un supermercado de la firma Carulla, Elmer, de 16 años, vende empanadas y arepas. Por dos mil pesos colombianos ofrece su mercancía caliente y envuelta en servilletas. «Vine con mi abuela, mi madre y mis dos hermanas, pero soy el único que ahora puede trabajar en la familia», me comenta. «En Venezuela dejamos a mis otros dos hermanos y a mi abuelo, así que tenemos que mandarles dinero».
Elmer abandonó la escuela hace más de tres años, cuando la situación económica en su nación tocó fondo. «Todos mis amigos se fueron y al final me tocó también a mí», explica. Tiene la mirada de un anciano que está de ida y de vuelta de la vida, habla sin esperanzas y, a cada rato, revisa las monedas que ha ganado, las lustra y coloca en una pequeña pila.
«En un día malo hago 50.000 pesos colombianos en esta esquina», asegura. Son menos de 15 dólares, una pequeña fortuna en su país, donde el desabastecimiento y la inflación ha convertido el dinero en un globo que sube y sube hasta la estratósfera. Pero en Bogotá, Elmer y su familia apenas pueden sobrevivir con eso, si separan las remesas que deben enviar y la renta de un diminuto apartamento.
La familia entró al país por Cúcuta. A Elmer no le gusta hablar de su tiempo en esa región fronteriza, pero solo dice «allá mi hermana mayor y mi mamá se hacían cargo». No hace falta agregar nada más, la prostitución de mujeres venezolanas en esa región se ha disparado en los últimos años y en los burdeles se alternan doctoras, enfermeras, ingenieras y maestras a las que el desespero económico ha llevado a vender su cuerpo.
Un cliente va a entrar al Carulla y se acerca a Elmer para comprarle unas empanadas. «Dos de carne y una de queso», detalla, y las manos del joven, envueltas en unos guantes de plástico se hunden en una pequeña olla. Lleva también un tapaboca, que en estos tiempos de coronavirus alcanza otro significado. «No, es que a los clientes no les gusta que respiremos sobre la mercancía», advierte.
La hermana menor de Elmer se llama Cinthia y es una niña de unos ocho años que aparece pasado el mediodía trayendo más empanadas. Nació poco antes de que, en marzo de 2013, muriera Hugo Chávez y de su país le quedan unas fotos que mandan sus hermanos, algunos sabores que aún se sirven en la cocina familiar y la nostalgia. Ya tiene algunas amigas colombianas que ha conocido en el colegio público.
Cuando Elmer nació, Cuba vivía a todo tren apoyada por el subsidio venezolano. Eran los años en que la Batalla de Ideas, la Revolución Energética y todos los excesos ideológicos que podía permitirse La Habana estaban en su máxima expresión. Se repartían equipos electrodomésticos a precios preferenciales, se organizaban actos públicos de reivindicación revolucionaria cada semana y la propaganda ideológica alcanzaba niveles alucinantes.
De manera que el drama de Elmer es en parte consecuencia de nuestro despilfarro y desatino. En una Isla que siempre ha tenido ansias de continente está propensión a chupar los recursos de grandes potencias se consolidó como una práctica oficial en el último medio siglo. Algunos nos señalan, incluso, entre las causas de la implosión de la Unión Soviética, aunque lo que sí parece seguro es que somos uno de los grandes motivos de la debacle venezolana.
El año en que Cinthia, la hermana menor de Elmer, desembarcó en este mundo, la burbuja había comenzado a estallar. Chávez estaba enfermo, su popularidad en picada, la Plaza de la Revolución cada vez más señalada como causante de buena parte de los problemas venezolanos y la vida en Caracas muy incierta, peligrosa y difícil. En Cuba, la mayoría ni se daba cuenta del drama que habíamos provocado en una de las naciones más ricas de América Latina.
El año en que Cinthia desembarcó en este mundo, la burbuja había comenzado a estallar. Chávez estaba enfermo, su popularidad en picada, la Plaza de la Revolución cada vez más señalada como causante de buena parte de los problemas venezolanos
Hay un tremendo calor en Bogotá. Miro a ambos hermanos, compro una empanada y me quedo comiéndola cerca de la olla humeante, junto a una limonada baja en azúcar que me ha preparado el propio Elmer, casi diez años más joven que mi hijo.
A la empresa Uber la echaron de Colombia el pasado 31 de enero, de manera que cuando no puedo esperar por el transporte público debo apelar a Beat, una aplicación móvil que ha sustituido en parte al gigante estadounidense. Introduzco la dirección, solicito un auto y llega Joaquín, un colombiano de sonrisa bonachona que durante todo el viaje salpica la conversación con muletillas como «huevón», «marica» y «gonorrea». Ni me inmuto, ya sé que en Bogotá son frases casi de cariño.
Joaquín trabaja más de doce horas cada día. Me subo al vehículo por la puerta al lado del conductor, porque así lo prefieren por cuestiones de seguridad, y enseguida comienza a quejarse de los extremos del clima, que van desde 1 grado Celsius en la mañana hasta más de 25 al mediodía. «Hay que hacer como una cebolla e irse quitando ropa en la medida que avanza el día», explica. El vehículo se mueve con una lentitud desesperante, a unos 10 o 15 kilómetros por hora por culpa de los trancones (embotellamientos). Nos atrapa la luz roja y un joven se lanza sobre el parabrisas y anuncia, con acento venezolano, sus servicios antes de comenzar a rociar un líquido sobre el cristal.
«Algunos vienen a trabajar pero otros no», me cuenta Joaquín mientras señala al joven. Entonces comienza a enumerar los tópicos contra los migrantes que podrían escucharse en cualquier lugar del mundo. Que «trabajan por menos y desplazan a los trabajadores locales», que «no son como la gente de aquí y no saben cómo comportarse», que «están por todos lados y ya esto es insoportable», que «no estamos preparados para la llegada de tanta gente»… Escucho en silencio y cuando hace una pausa aprovecho y le digo: «Nadie se va de su país con una sonrisa».
Joaquín me mira como si me acabara de descubrir. Inspecciona mi rostro y aprovecho para agregar: «Toda emigración está llena de dolor». El joven termina de secar el parabrisas, la luz del semáforo cambia a verde y Joaquín le deja unas monedas antes de pisar el acelerador y enfilar por la calle 70. «¿Y usted de dónde es, que sabe tanto de eso?», me pregunta. «Soy del lugar donde comenzó parte del problema», digo y me callo.
El Joaquín que parecía más colombiano que el poeta José Asunción Silva, cuyo rostro está en el billete de 5.000 pesos, resulta que tampoco es de aquí y que ha llegado de otro lugar
«Cuídese, damita», se despide Joaquín, mientras me bajo del auto. «No todo el mundo es bueno en esta ciudad, cuidado con los venecos«, lanza en alusión a los venezolanos y en esa última frase noto -allá atrás- cierto acento argentino. El Joaquín que parecía más colombiano que el poeta José Asunción Silva, cuyo rostro está en el billete de 5.000 pesos, resulta que tampoco es de aquí y que ha llegado de otro lugar, como yo, como Elmer y Cinthia… como Andrés.
Estoy en la oficina de Migración Colombia de la calle 100. La cola empieza desde bien temprano. Hay de todo: europeos, estadounidenses, sudamericanos, pero especialmente muchos venezolanos. Un guardia en la entrada escucha cada caso y señala cuál fila hay que seguir una vez que se está en el interior del local. Frente a una máquina con pantalla táctil se aglomeran varios migrantes.
Algunos serán redirigidos hacia la planta alta, a una taquilla a mano derecha o rechazados porque todavía no tienen todos los requisitos para solicitar la cédula de identidad. La venezolana Marcia y sus dos hijos logran pasar al piso superior donde les toman las huellas dactilares, les hacen unas fotos y les dicen que, en más o menos una semana, ya tendrán lista su identificación. A las afueras, unos amigos que los esperan los abrazan como si hubieran nacido nuevamente.
«En silencio he sufrido tantas penas/ por ser mi alma tan buena y no poderla controlar», canta en una esquina Vanessa, otra venezolana de 22 años. Viene del estado de Zulia. Cada mañana sale para recaudar algo de dinero junto a su primo Juan Carlos. Llevan un enorme altavoz inalámbrico y se mantienen en una esquina de la carrera 11 de Bogotá. «Si nunca he dado motivos/ no conozco el egoísmo/ y a nadie le hago mal», brama la bocina.
¿Qué podría decirle? Que ella está en esa esquina repitiendo cientos de veces una misma canción, en parte, porque mi país fagocitó los recursos del suyo
Los vehículos se detienen con la luz roja, Vanessa extrema su canto, que imita a la interpretación de Reynaldo de Armas, también conocido por el apodo de El Cardenal Sabanero. El calor supera los 27 grados y la joven lleva unos pantalones de cuero y un micrófono que mueve con la maestría de alguien que está sobre un glamuroso escenario. Algunas monedas caen en el sombrero que tiene bajo sus pies.
«Si esa es la vida/ la que nos marca el camino/ que debemos recorrer/ para mal o para bien/ a mi me tocó esta ruta/ y que le vamos a hacer/ si hay que perder», canta y tras la emotiva interpretación se toma una pausa. Me quedo cerca y me presento, pero trato de imitar el acento local porque no quiero asustarla. «¿Cubana, verdad?», me espeta nada más escucharme. Solo muevo la cabeza, no atino a nada más.
¿Qué podría decirle? Que ella está en esa esquina repitiendo cientos de veces una misma canción, en buena medida, porque mi país fagocitó los recursos del suyo, porque les exportamos un modelo fracasado que ha condenado a nuestra Isla a la mendicidad y a Venezuela, prácticamente, al desmembramiento. Pero a Vanessa no le interesan mis disculpas. «Aún no estoy resignado/ déjenme seguir luchando/ que mi deseo es vencer», empieza a cantar nada más ver que el semáforo cambia de color.
Fuente: 14ymedio