Si algo ha marcado al venezolano fue el afán de los conquistadores en encontrar el mítico Dorado. Sabemos la historia del Tirano Aguirre y cómo al nunca haber encontrado el Dorado en los largos siglos coloniales nos acostumbramos a ser una pequeña capitanía general que vivía del trabajo de los esclavos que producían el café y el cacao, nuestro principal rubro de exportación.
Pero el mito resurgió con el descubrimiento del llamado oro negro, a manera comercial a principios del siglo XX, y con él nos convertimos en un país rentista que soñaba con serlo para siempre, ya que estábamos bendecidos por el destino al poseer una de las más grandes reservas petroleras del mundo.
Pero ese nuevo Dorado, si bien le dio por largos años un rostro opulento a nuestro país hoy, en el siglo XXI, nos obliga a ver la realidad con distinto crisol. En un relativo corto plazo, es decir a lo sumo treinta o cuarenta años, ya el petróleo no será lo que fue y nuestras reservas seguirán durmiendo el sueño de un eterno Dorado que ya no será más.
Ahora o nos reinventamos, o terminaremos de caernos. Es tal vez hora de pensar que tenemos algo mucho más importante que El Dorado, y no es otra cosa que la capacidad, la inventiva y la creatividad del venezolano que si se canaliza bien, puede ser lo que nos lleve a ser finalmente un país que depende de si mismo para ser grande.