Los Andes afrontan momentos de zozobra. Al menos tres países atraviesan una etapa delicada. La disolución del Congreso de Perú, las fuertes protestas desencadenadas por el alza de los precios de la gasolina en Ecuador, que el jueves declaró el estado de excepción, o las inminentes elecciones presidenciales en Bolivia ponen el foco en una región acostumbrada a las crisis políticas. Las razones de las turbulencias, y su intensidad, son distintas. Sin embargo, el cóctel de corrupción, el hartazgo social y la polarización exacerbada entre Gobiernos y oposición multiplican la tensión de Quito a La Paz.
La última mecha prendió en Ecuador. La eliminación de un subsidio al precio del carburante desató unas movilizaciones que llevaron al presidente, Lenín Moreno, a decretar el estado de excepción. La medida, aunque drástica, tiene un carácter preventivo para facilitar las detenciones ante los episodios de violencia. En cualquier caso, el paro nacional de los transportistas es un reflejo más del clima político general y se enmarca, en última instancia, en la pugna entre el actual mandatario y su antecesor, Rafael Correa. Este fue quien le impulsó. Sin embargo, tras ganar las elecciones de 2017, Moreno rompió con él y empezó a desarrollar su proyecto. El exgobernante, cercado por varias investigaciones judiciales, vive en Bruselas, se considera un perseguido y no oculta su intento de debilitar al Gobierno.
La historia reciente de América Latina extendió el uso de los términos “golpe” o “golpista”. En el lenguaje público se han convertido en una acusación relativamente corriente a pesar de la situación de excepcionalidad y gravedad que describen y su carga simbólica. A esa palabra recurrió Moreno la noche del jueves con una advertencia. “A esos golpistas Ecuador les está diciendo no”, enfatizó en referencia a los organizadores de las protestas. Y en el país vecino, Perú, la derecha y el fujimorismo emplearon la misma fórmula, “golpe de Estado”, para rechazar el cierre del Congreso decretado el lunes por el presidente, Martín Vizcarra.
En realidad, el mandatario aplicó un artículo de la Constitución para poner fin a una situación de bloqueo y frenar una maniobra dirigida al control del Tribunal Constitucional, y acto seguido convocó elecciones legislativas, que se celebrarán a finales de enero. Sin embargo, la mayoría del Parlamento, dominado por Fuerza Popular, el partido de Keiko Fujimori, y sus aliados, tomó una decisión que hizo saltar todas las alarmas. Es decir, destituyó —aunque fuera de manera simbólica— al jefe de Estado y nombró como presidenta en funciones a la número dos del Ejecutivo, Mercedes Aráoz. Esta acabó renunciando al entender que no había condiciones legales mínimas para concretar esa maniobra. Su paso atrás calmó las aguas, aunque no resolvió el problema de fondo. La sociedad peruana asiste desde hace años a un rosario de casos de corrupción, sobre todo relacionados con los sobornos de la constructora brasileña Odebrecht, que afectan a la clase política y en los que están implicados todos los expresidentes vivos y la líder de la oposición.
ELECCIONES EN BOLIVIA
El duro choque entre Gobierno y oposición lleva más de una década sacudiendo también a Bolivia. El próximo día 20 el país decide si dar la confianza a Evo Morales para un cuarto mandato. Morales es el último representante del que fuera una suerte de eje bolivariano en la región, aunque su gestión económica y la mayor estabilidad institucional le colocan muy lejos, casi en las antípodas, de la deriva que aceleró en Venezuela el régimen de Nicolás Maduro. Eso no significa que no se trate de unos comicios complicados. El mandatario se presenta a las elecciones a pesar de haber perdido un referéndum sobre la reelección indefinida y tras haber sido habilitado por el Tribunal Supremo Electoral. Y el Gobierno es consciente de que si en esta ocasión no gana en primera vuelta —necesitaría el 50% de los votos o alcanzar el 40% y tener una ventaja de diez puntos— el escenario se complicaría en el desempate.
A esos tres países se añaden las tensiones que desde hace meses se viven en Colombia. En ese caso, el clima político está determinado en buena medida por la aplicación de los acuerdos de paz con las FARC. Hace un mes una cuadrilla de disidentes de la extinta guerrilla encabezados por Iván Márquez y Jesús Santrich decidió romper con lo pactado con el Gobierno de Juan Manuel Santos y retomar las armas. Pese a ser un grupo muy reducido sin capacidad militar, ese paso tuvo un gran alcance simbólico que contribuyó a exacerbar los enfrentamientos entre el Gobierno de Iván Duque, el uribismo más radical que rechaza lo pactado en La Habana y la oposición. Además, la posibilidad de que esos disidentes puedan actuar bajo el amparo de Venezuela como denuncian las autoridades colombianas multiplicó las tensiones entre Bogotá y Caracas, llevándolas hasta el fantasma de un improbable escenario bélico.
Fuente: El País